Yo fui profesor de Jubeis en la iglesia. Yo dictaba -y no sé si volveré hacerlo- un módulo llamado Panorama Bíblico. Para mí, siendo sinceros, ella pasó sin penas ni gloria por mi módulo. Sin embargo, un día ella se me acercó porque necesitaba que le aclarara algunos puntos que ella consideraba que yo podía hacerlo; era específicamente temas referentes a l
os debo y no debo hacer de los cristianos. Un día nos pusimos de acuerdo, y hablamos en la iglesia acerca de mis enlaces en Facebook y de Fito Páez y Calamaro. Creo que aquella vez (sin tener grandes pretenciones) comenzó algo chévere entre nosotros.
Coincidimos en la misma clase Electiva del semestre pasado. Era un viejito que se frustraba enseñándonos música (eso decía él), y que nos daba unas copias y cantaba de vez en cuando y bailaba de manera extraña y hasta ridícula. Lo llamamos el Viejito Aycositalinda. Sin querer estábamos en la misma clase, y ya que íbamos a la misma iglesia, y yo fui maestro de ella en la Iglesia, por qué no sentarse junto a ella. Creo que fueron las clases electivas más bacanas que he tenido hasta ahora (hoy día doy Antropología que, a pesar que me gusta, no tengo un buen compañero de burla). Al salir de las clases escuchábamos música, hablábamos de libros, de crisis existenciales, y fue allí donde me conoció en realidad.
Luego de la clase Electiva, la amistad. Estudiamos la misma cuestión y descubrí cosas en común que tenemos y que su evidente inteligencia, por momentos, asusta. Sin embargo, y muy a pesar de eso, la he conocido como una mujer frágil en muchos aspectos, capaz de temer y llorar, inmutable en la certeza de algunos temas, amante de sus amigos, dada a la dádiva, incondicional (no la de Luis Miguel, aunque lo disfrutamos), generadora de consejos y con una suspicacia que asombra.
Considero que, de las pocas cosas buena que han surgido en este último año (ya están cambiando para bien todo), contar con Jubeis ha sido un polo a tierra maravilloso. Su humor espléndido me hace olvidar asuntos relevante (su imitación de
Imperio Laya), sus palabras bienintencionadas, que tienen mucha dureza, y mucho
Theo, me confrontan.
La niña cumple años y yo, que escribo casi todo, le dedico unas cuantas líneas que son de mi más profunda sinceridad. De mi más sentido cariño. De mi más entrañable sentimiento de amor. De la vida que nos toca, de la existencia, de compartir lo que hacemos, de risas, de gimnasios inconclusos, de lingüística y semióticas complicadas, de exposiciones raras, del Hijo de Dios, del Dios verdadero, de la inconformidad de Él, que los indoctos e insensatos confunden con rebeldía. De una mujer asombrosa y misteriosa, hija de su Apacito lindo, Ariel, y de su Nancy loca. Amiga de Benedetti y de Borges. Estudiante de la Lengua Castellana.
Amiga mía y de Jaime y de Laura y del Drummer y de Yemsy y de Tatiana y de los que faltan. Hablo de la ida nefasta a Agua Helada, hablo del baile con Naír cuando no hemos entrado a clases, hablo su capacidad de enseñar a esos niños en Villanueva, en medio de la miseria y del dolor disfrazado de alegría.
De las peleas con la Tal Pastora que le debe plata. De la pariente de Benkos y de las Mellas y de Daynel. Nieta de su abuela (que me arregló un pantalón), de la socialista evangélica, de la que fue al concierto de Vilma Palma, en medio de mi ardidez por no haber ir, de la Profeta del Dios Altísimo, la que no tiene honra, pero que Él alzará. Hablo de ella, Jubeis, mi llave, chula. Besos de despedida porque la emoción no me deja escribir.