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miércoles, diciembre 02, 2020

Crispeta 2

Publicado por Yo soy Escribidor |




Entonces, en la noche, en medio de las reflexiones del miedo, me fui a la sala a contarles a mi cuñado y a mi hermana. Y fui viendo cómo el temor acerca de algo que no era claro empezó a nacer como si un cactus atravesara la planta del pie. Hicimos conjeturas. Reconstruimos mis incertidumbres. Barajamos dudas. Todo dirigía a algo: era posible un fraude o un atraco, «como están las cosas», dijimos. 

Llamé a Claro porque atienden a cualquier hora. Me dijeron que, en efecto, ellos estaban regalando cosas, pero que nuestro teléfono no registraba. «No le abran la puerta a nadie, ni acepten nada», me dijeron.

También había ido donde la vecina porque ella también tiene Claro. Le eché el cuento y prometieron estar alertas a alguna vaina, porque a ella no le habían dicho que le iban a regalar nada. ¡De dónde a acá!

Mi cuñado llamó al número del supervisor. Para no levantar sospechas dijo que había encontrado unas llamadas perdidas de ahí. El supervisor —o potencial ladrón o asesino serial, qué sé yo— preguntó para sí que si había sido algún domiciliario al que él le pudo prestar el teléfono; a mi hermana le pareció convincente, aunque después de las interpretaciones dubitativas del man, mi cuñado nos hizo dudar la veracidad de la honestidad del personaje que nos hablaba del otro lado  

Ya, en ese punto, vimos la cuestión complicada. Mi hermana llamó a esa hora de la noche a un vecino policía a ver si, llegado el caso, había posibilidades de tener a la mano un teléfono. Por mi lado, ya dejando que pasara el río de la vida por encima, decidí que al día siguiente llamaría a la empresa de envíos en Bogotá. 

En la mañana, tal como cuadramos, y frente al aviso del posible ladrón que llegaría, llamé a Bogotá. Allá, en efecto, me dijeron que el gerente se llamaba de tal forma —aunque esto no me tranquilizaba porque yo quisiera llamarme Xavier Dolan, y podría hacerlo en una llamada telefónica—, y que el número sí correspondía al que me dio el supervisor —lo cual, me enfrentaba a esa delgada línea de incertidumbre frente al peligro—. En todo caso, quedaron en reportar el asunto y verificar mi regalo de Claro. 

Sin embargo, en la reflexión de la llamada, notamos aspectos de veracidad. Y yo me dije que si traía algo le iba a decir que lo dejara en la puerta y yo salía después, o que me hiciera el favor y lo dejara con la vecina. 

Al pasar las horas, llegó el supervisor. Desde este lado reconocí su voz y su físico. «Mi hermano...  —dijo—, yo te dije que iba a traer tu obsequio», y yo, con cara de recibir la crispetera, pero con miedo del miedo, vi cómo traía en sus manos lo que debía ser mi máquina para hacer crispetas: 

¡Una taza! Esa era la grandiosa crispetera que casi nos lleva al colapso. La recibí con una sonrisa, mientras la vecina se mantuvo pegada a la reja todo el tiempo vigilando el asunto. 

«Estamos en la jugada, porque, ajá, uno no sabe. Estábamos pendientes por si cualquier cosa llamábamos a la policía. Ajá, como están las cosas», dijo la vecina. 


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