A uno, a dos, a los de siempre, por supuesto
“No tengo a nadie que me diga lo que
tú me dices”, dijiste con seriedad. No hubo vacilación en las palabras, y mucho
menos en tu mirada. “No tengo a nadie…”, te resignas. No creo a ratos. En mis
duras pronunciaciones, que no busco, no puedo mutar mi cara, aun cuando, de vez
en cuando, suelo sonreír sin querer; pero eso no me desarma para ajustar mi
opinión a mi verdad cuando atraviesa la tuya.
Tu verdad silenciosa. Eso fue en esa
charla: silenciosa y violenta. Tu silencio violento, inundado de reproches, de
certezas endebles y de amaneceres equivocados. Te leo entre los silencios
dicientes de tus errores. Pareciera ser que sé todas las respuestas a tus blancos, pero no es así: no tengo ni puta idea de qué hacer para compensar el
abrazo intempestivo que recibí: ese fue mi desarme, mi rendición de cuentas, mi
llanto apagado, mi no esperada reconciliación con el cariño.
“No tengo…”, dices sin sentir
remordimiento. No tener supone una especie de vacío que se formó, un oxímoron
que no se quiere pronunciar, una redundancia al caos.
No olvido tu cara, tus ojos, tu
atención; no olvido el querer, el esperar y el amar.
“No…”, sentencias. Y no: no hay
rencor, no hay abandono. Sólo tú y yo. Un beso en el hombro y un te quiero que
hace volver la calma. Un “ánimo” para la vida, un desgano hacia la muerte.