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sábado, diciembre 24, 2016

SUMARIO: CAMILO O UNA CRUZ DE DISFEMISMOS

Publicado por Yo soy Escribidor |

“… y no aceptar jamás la opinión contraria, y las posibilidades innegables de reírse como locos y sentirse por encima de la humanidad, doliente so pretexto de ayudarla a salir de su mierdosa situación contemporánea”.
Rayuela, 44


El celular sonó a eso de la 1:30 de la mañana. Pudo haber sido, pienso yo, casi las 2. A esa hora cualquier llamada suena a mal presagio. Era Camilo. Angustiado por la hora, contesté sin dudar: “Amigo, ¿pasó algo?

Algunas semanas antes, había conocido a Camilo quien, de un momento a otro, se convirtió en mi amigo de tardes y noches, y como especie de un oasis de soledad de otras ausencias. Un día, sabiendo yo que su trabajo era sospechoso ─era un horario indescifrable que se resumía en estadías en su casa todo el tiempo─, le dije que me acompañara a comprar unas telas para un proyecto de negocio que íbamos a tener en curso.

Él aceptó. Me buscó esa tarde al colegio donde da clases Jubeis; allí estaba yo recibiendo las últimas indicaciones en cuanto a comprar tela. Asunto que, como se sabrá, no es de mi vasta competencia.

El mejor sitio para ir era William Chams, ese que queda en la 72 con 43. Allí, en medio de la comprada de tela, sin reparo de alguna clase, él me miró como escrutándome sobre mis tatuajes, y con la astucia de quien necesita un dos, me dijo: “Cuando yo te veo, me dan ganas de hacerme tatuajes”. Y yo, complaciente en las promesas a los amigos, le respondí: “Bueno, dale. Un día nos hacemos uno juntos”.

Sin conocerlo mucho, en medio de las telas, me tentó: “vamos a hacérnoslo hoy”. Y yo con cara de “eche, este man, ¿qué?” “¿Qué nos hacemos?” “Una cruz chiquita, chévere”, dije yo confiando en la sensatez de las personas. Además, ¿con qué plata uno se tatúa de un momento a otro? Yo descansando en el criterio de los demás, me descuidé mientras lo vi hacer una llamada. De pronto, como quien sorprende a alguien robándose un helado que guardó en su nevera, lo escucho decir: “Pagó, qué. Treinta pesos los dos… eso va”.

─Camilo ─le digo─ yo no me voy hacer tatuajes de treinta mil pesos.
─No pasa nada, marica. Ese man tatúa bien.

Hasta ese momento, mi escepticismo ya tenía otro rostro. ¿En qué cabeza cabe tanta irresponsabilidad? Pero accedí, por lo menos a acompañarlo.

Era una casa en Barrio Abajo que, en mi ficción mental, es justo la casa como sería una donde venden basuco: una casa atiborrada de mucha gente, en distintos cuartos que son piezas donde hay vidas distintas; unas paredes oscuras, negras de la noche y otras oscuridades. Y las tristeza de la gente… la tristeza de esa pareja que nos recibió con cara de necesidad de salvación del caos de la vida; quizás una tristeza de la resignación de las cuatro paredes.

Y, de pronto, como quien no quiere la cosa, como en una especie de cirugía plástica ilegal, luego del dibujo sobre un papel viejo y pegado en el costado de Camilo, el tatuador daba trazos. “Duele, marica”, decía mi amigo, aunque no parecía así mientras le hacían la cruz al costado. “Camilo, no estoy seguro de hacerme esto”. “Fresco”, dijo y yo me confíe, antes que agregara: “…pero si no te lo haces quedarás para siempre como un faltón”. Y en eso se basó nuestra amistad: en idas y venidas de descréditos hacia el otro, en una forma de querer basada en unas diferencias plenas, en el insulto de la mañana entre el imbécil y el bruto que él odia, y en un par de groserías que me hacían reír todo el tiempo; pero sobre todo en un cariño tácito que va más allá del código lingüístico: la lealtad.

En medio de todo este caos que pasaba por  mi  mente, llegó una muchacha a quien le habían hecho un tatuaje en días previos, pero que ─quién sabe por qué─ se le borró  dejando al descubierto un tatuaje anterior que se resistía a morir; ella iba a ser tatuada nuevamente para borrarse los rastros de los fracasos anteriores. Ella habló que había ingresado a un trabajo en la Olímpica y que para la entrevista se escondió el tatuaje; por lo menos, se lo tenía que medio arreglar. Era un caos que aumentaba mi ansiedad.

cruces de costado
Cuando llegó mi turno, cagado del miedo, me aferré a la posibilidad de la amistad como medida. Ignorando que ─lo que dicen─ el tatuaje en las costillas duele mucho, y que era un rapidito ahí de rapidez rápido para que se pasara el dolor. Sin embargo, qué poco sabía yo que ha sido el tatuaje más doloroso que me he hecho hasta ahora; quizás, he pensado, es que me sentía abrumado del sitio y esto desencadenó, incluso, una especie de temblereque que no podía contener. Dolió y mucho: como media hora de angustia viéndole la cara al pendejo de Camilo que decía que estaba quedando bien.  Pero el tatuaje quedó medio chueco en el travesaño horizontal. El de Camilo quedó mejor; no obstante, dándome ánimos en mi insensatez, me dije todo el tiempo que uno paga lo que quiere.

Días después, cuando se los mostré a unos amigos ─con historia incluida y demás─, ellos mostraron terror sincero y me alertaron de todas las enfermedades a las que estuve expuesto. Había olvidado, con los días, tales cosas. Llamé a Camilo a decirle mi temor que me diera una hepatitis u otra enfermedad más grave. “Cálmate, marica. Hasta tú mismo le preguntaste por las jeringa que si la cambiaba, y yo soy cuidadoso con eso; yo estaba pendiente. No va a pasar nada”. Decidí luego, calmarme un rato, pero no olvido ese dolor y que, irremediablemente, tendría que tatuarme la mejoría, o que a más de uno le pareció raro que me hiciera un tatuaje con un recién conocido.

Entonces, Camilo me llamó a eso de las 2 de la mañana; en las horas de las malas horas, contesté: “Amigo, ¿pasó algo?”. Y él, con la seguridad que tienen los ociosos, me gritó con furia, como si el mundo no estuviera durmiendo: “¡Vaya y coma, hijueputa!” Y me colgó en su acto irresponsable, y yo con cara todo el tiempo de “eche, este man, ¿qué?”.


lunes, octubre 24, 2016

Nadie del otro lado del teléfono

Publicado por Yo soy Escribidor |


«Pasó una esponja sin lágrimas por encima del recuerdo de Florentino Ariza, lo borró por completo, y en el espacio que él ocupaba en su memoria, dejó que floreciera una pradera de amapolas»
García Márquez

Hoy vino. No tuvimos, al terminar el día de ayer, una noche fácil. Nos dijimos más en lo que no lo hicimos en el viaje de vuelta a casa. «Amigo, déjame en mi casa», me dijo. Y, de paso, entre palabras cruzadas por la incomunicación del wasap, terminamos no pudiendo dormir en una almohada plácida.

Hoy vino. Vino cuando le pregunté que cómo estaba, que viniera a comer algo aquí. Llegó con el abrigo del frío de la tristeza. Sus ojos no eran los mismos. Nunca lo son. Mi amigo llora con sus ojos grandes, pero no salen lágrimas. Su llanto ─por lo menos el de hoy─ era uno que estaba en el aire en un metatexto, en un pretexto, en el texto.

Hablamos casi sin darnos cuenta que pronto se irá. Mi amigo se irá. No se irá sólo de mi casa, o se irá cuando me haya dejado donde tenía que ir, o que se vaya a comprar algo a la tienda: se irá porque decidió que los años para estar alejado del ruido mundanal de la cotidianidad, era justo para él.

Hace algunos meses, cuando solo era una insinuación torpe, yo me atreví a decirle que es evidente que nadie espera a nadie por años por un amor de amistad incomprensible. Ni de amores furtivos debajo de un palo a la sombra de la ciudad. Nadie espera a ninguno porque el tiempo nos juega la carta de la vida: cambiamos: mis arrugas al reír serán más expresivas, y tendré más canas en la barba, y tendré ─quién sabe─ unas gafas con más aumento, y ─por supuesto─ habré vivido más para saber que la gente cambia y que no mentí. Y él habrá cambiado en la forma en cómo concibe el mundo, y en cómo vivir ahora después del tiempo cuando no esté, y cambiarán sus ojos grandes llenos de juventud huida, sobre las fotos del recuerdo.

«Me he pasado todos estos días contigo», me dijo sobre la moto. Yo le dije que «Qué va, que no tiene tiempo para uno», miento, lo sé. Lo miro mirándolo en el alma. Lo abrazo despiadadamente y nuestros cuellos encajan en la perfección de quienes han vivido juntos mucho tiempo. Se ríe de vez en cuando, pero es una risa torpe. No hay por qué reír, pienso yo. Yo no tengo mucho de qué reír o celebrar porque los adioses son dolorosos cada vez.

Hoy le hablé de la prenostalgia y de la incredulidad. Sí, ya sé que he vivido los hasta pronto muy seguidos pero uno nunca se prepara para el que sigue.

Es mi amigo y siento que una parte de mí se va con él. Es un viaje voluntario ─que ahora entiendo y apoyo─, pero que no deja otra marca que mi evidente rechazo a no saber decir adiós: porque no sé decir adiós. No sé cómo se mira a los ojos mientras las manos se separan; o cuando el abrazo, irremediablemente, cese; o cuando no haya nadie del otro lado del teléfono para sonreír.

No me imagino el momento final sobre el pasillo que nos separará. Y que lo separará a él, no solo de mí, sino de su vida vivida por más tiempo en sus veintitantos años seguidos. Es la hora crucial inesperada. Es la angustia sobre la lluvia que caerá sobre Barranquilla. Es la respuesta a una pregunta no realizada. Mi adiós es quedarme en el mismo sitio viendo cómo se borra su imagen en la distancia, como un espejismo de algo que nunca fue y que me lo soñé.


Y no sabré decir adiós al pie del evidente adiós. 

viernes, septiembre 23, 2016

No fui famoso, tercera parte: Raspao en mano

Publicado por Yo soy Escribidor |

También me marcó una clase de Desarrollo Humano, en primer semestre, la profesora se llamaba Emiluz. Era un docente que parecía que lo supiera todo de todo. A ella me le acerqué a culminar una clase, a esbozarle mi vida, y ella, mirándome con una sonrisa que ahora descifro como premonitoria de un caos, me dijo: «Aquí no te mueres de una vez, sino poco a poco; pero, por lo menos, serás más feliz».

Y ahí fui, poco a poco, caminando en la incertidumbre. Descubrí prontamente un amor hacia la lingüística que me era desconocido hasta ese momento. Ir a la universidad era, con el tiempo, una catarsis viva de cómo me sentía. No tenía, de hecho, mucho dinero para ir. Era un gasto que no estaba nunca en mi presupuesto; sin embargo, por una especie de Providencia no falté ni un solo día en el que me era obligatorio ir.

Mis trabajos se dividieron en dos instantes, principalmente. En primer lugar, conseguí un trabajo en un colegio al sur de la ciudad. Las condiciones para trabajar eran difíciles: en cuanto al pago, $2.500 la hora; todos los cursos desde sexto a once; larga jornada; a esto hay que agregar que el contexto socioeconómico hacía que los estudiantes no tuvieran más aspiraciones en la vida que ir y devolverse a su casa. Ahí trabajé un par de meses. Para  mí, por más que pude y quise, mi vida emocional no me permitía rendir al cien y, adicional a eso, en el pago, al mes no llegaba ni a los trescientos mil pesos, lo que es una barbaridad para vivir. Sin contar, por ejemplo, que el colegio tenía estudiantes que nunca pagaban ─muchos, y esto hacía que no hubiera dinero para pagarnos: nos daban adelantos o nos decían que «cogiéramos una moto y que allá se las pagamos». Aquí enseñé, sin la pericia respectiva, religión, ética y artística. Intenté ─digamos, por el lado de la artística─ enseñar origami, Tamgram, historia del arte ─defectuosamente, por supuesto, porque fue más un arriesgo que otra cosa─.

En este trabajo tuve que renunciar para poder presionar a que me pagaran dinero que me debían. En ese primer período en el que trabajé, los estudiantes no fueron muy aplicados, y la mayoría perdió conmigo. Con las semanas, antes de renunciar, supe de varias pandillas que eran integradas por alumnos del plantel: los Transformers y los Filipichines. En esos términos, por supuesto, no me iba a someter a un daño en mi integridad; pasé a todos los estudiantes.


Maua en blanco y negro
Por otro lado, fui monitor administrativo del Museo de Antropología de la Universidad del Atlántico. Ahí estuve dos años con un sueldo modesto, pero con una experiencia formidable. Aprendí de las comunidades indígenas, de cultura, de historia Caribe. Allí hacía guías a colegios. A veces, eran tantas las personas que nos abrumábamos dando las guías e inventando actividades para completar o quemar tiempo. Aquí conocí grandes amigos y lo disfruté. Nota mental: la directora del Museo era (o es) una eminencia en lingüística, pero eso no la hacía buena jefe: la gente le tenía temor y pánico. Cuando ella estaba en el Museo, todos actuaban de manera sospechosa, como si temieran ser descubiertos en algo que ellos no sabían qué era. Había un silencio sepulcral y era imperativo el encierro oficinesco de algunos de ellos. Los guías no le teníamos miedo, o eso siempre pensamos. Una vez, salí a la puerta y me compré un raspao. Y me senté a comérmelo con gusto. Ella llegó justo en ese momento. Al verme, con sus ojos profundos me miró, pero su asombro no le dio sino para decir «buenas», moviendo la mano en señal de saludo. Yo, sin el menor remordimiento, le respondí, raspao en mano, moviendo la mano de manera recíproca: «Buenas, ¿cómo le va, profe?». 

Ya a esta altura del partido, había olvidado querer ser actor, comunicador social o algo similar. Sin embargo, tuve momentos de protagonismo en el Museo. Una vez, llegó Telecaribe, y yo era el único de los guías que estaba. Necesitaban mostrar ciertas actividades con niños ─grababan un programa infantil que se transmitía los domingos en la mañana─ y explicar la experiencia de la actividad, mientras hacían un par de tomas. Ahí hice mi mejor esfuerzo. Tenía temor de no salir bien en cámara, o que dijera alguna estupidez. Luego, al verme en televisión, vi que no lo hice tan mal y que tenía un cierto talento. De hecho, pensé que la voz se me escuchó chévere; eso fue lo que más pensé en aquel momento.

Quizás mis motivaciones de vida cambiaron y necesitaba enfocarme en la docencia. En ese nuevo camino largo que no decidí, pero que decidí al tiempo, y donde buscaba una especie de puesto en los días, que no me contara como uno más en la historia humana. La docencia ya me mostraba sus dos caras: la satisfacción de decir verdades a los otros, y la frustración de no ser comprendido (continuará…).

Primera parte: Preámbulo


lunes, agosto 22, 2016

NO FUI FAMOSO SEGUNDA PARTE: Era mi soledad sin nombre

Publicado por Yo soy Escribidor |

De esta forma me hice administrador de empresas. Fui buen alumno, me gradué por promedio y creo haber abandonado mi deseo infantil de ser actor. Descubrí luego, en un fracaso rotundo en lo laboral, que acercarme a todo lo que pintara a un trabajo oficinesco me producía ansiedad y estrés. Esa etapa de mi vida ─que no ahondaré ahora─ fue de mis grandes desilusiones humanas porque perdí el sentido del ser, acaso ya no era yo.

No era yo o, quizás, me desconocía en oficios de este tipo. Ya no tenía ─ ¡como si lo tuviera hoy!─ un poder para hacer algo que me dignificara frente a los demás. Había fracasado y eso era lo que se me leía en la vida.

Amarre de zapato
En mis citas sicológicas en todo este asunto, la terapeuta me recomendó buscar qué hacer a nivel profesional y académico porque, según ella, no encajé bien como administrador de empresas, y mi reciente crisis de pánico lo confirmaba tajantemente. En alguna ocasión pensé en ser profesor de español ─sin saber de pedagogía o que me gustara─, era un asunto, más que nada, por mi pasión por leer literatura y de mi pasado escolar en un concurso de ortografía; fuera de eso, no pensaba en ser un profesor.

Aun así, frente a los temores que eso suponía, yo decidí ir a la Normal Superior a averiguar cómo era el asunto de los ciclos complementarios y si había algún énfasis en Español y Literatura. Ese día cuando fui, había un mundo de gente que pedía información de todo tipo y de ambigüedades que no pretendía conocer. Allí no tuve lo que quise y, de paso, porque noté que no era mi ambiente según me sentía emocionalmente. Al salir de ahí, a cualquier riesgo, me dije que estudiaría Licenciatura en Humanidades y Lengua Castellana ─luego le cambiaron el nombre que es el título que tengo: Español y Literatura─. Era, para mí, lo más parecido a estudiar algo con literatura que me podía costear en una universidad pública y que me acercara a escribir y a escribirme. Así me inscribí en la universidad pública de la ciudad.

Hice el examen sin pretensiones. A ese punto de la vida, de cualquier forma, el acto contestatario de pretender estudiar otra cosa, ya era ganancia en mi proceso de crisis de pánico. Siendo realistas, nunca pensé que podría ingresar; hice el examen más porque era lo que debía ─en una oposición a lo que sentía─ que porque me apasionara estudiar alrededor de cinco años más en temas pedagógicos. Y quedé.

No tenía amigos que me acompañaran en el primer día de clases. Era una soledad impuesta. Una soledad resignada. Una soledad que me anunciaba derrotas pasadas. No sería administrador ─más que en mi título─, ni comunicador social ─sin título─. Era mi soledad sin nombre. Una soledad que me llevaba a una esfera desconocida: un túnel oscuro e incierto.

Pero mi soledad estuvo acompañada al paso de los meses. Recuerdo esas primeras clases de Teorías Literarias que daba Edmundo Ramos. Él, un profesor desquiciado, con un pelo rebelde ─como sus respuestas─ que se halaba con sus dos manos cuando la emoción de su explicación llegaba a un clímax inesperado. Eran clases magistralmente fantásticas que me impresionaban en cosas que no sabía de la literatura.

También me marcó una clase de Desarrollo Humano, en primer semestre, la profesora se llamaba Emiluz. Era un docente que parecía que lo supiera todo de todo. A ella me le acerqué a culminar una clase, a esbozarle mi vida, y ella, mirándome con una sonrisa ─que ahora descifro como premonitoria de un caos─, me dijo: «Aquí no te mueres de una vez, sino poco a poco; pero, por lo menos, serás más feliz»…

 Viene de Aquí


Va a la tercer parte

domingo, agosto 14, 2016

NO FUI FAMOSO. PRIMERA PARTE: PREÁMBULO

Publicado por Yo soy Escribidor |

Cuando mi papá me preguntó que qué quería ser grande, en mis recuerdos infantiles, en un tránsito de aquí a Venezuela, respondí: «actriz». Él, avisado de mi problema gramatical, dijo que los hombres no eran actrices sino actores. Ahí aprendí que existían, para cada sexo en particular, una forma de expresarse que, hasta ese momento, me era desconocida.

Entre los géneros masculinos y femeninos que aprendí, supe que quería ser actor 
Galeano
 desde niño. Es algo raro, pero me imagino, haciendo analepsis, que responde a que en mi casa éramos muy dados a ver televisión y, sobre todo, novelas. De hecho, hoy en día, todavía las veo en el gusto hasta la emoción. En mi casa no se satanizó ni respondía a qué éramos peores cognitivamente, sino como lo que eran: entretenimiento.

En mi etapa adolescente, en el colegio, escribíamos historias y sketch donde actuar. Varias fueron mis ideas. Algunos eran de un dramatismo inverosímil, pero, en su mayoría, eran obritas de teatro divertidas y eclécticas.

En esta etapa de colegio, recuerdo que, gracias a ciertas facultades gramaticales, quedé de segundo en unas semifinales de ortografía dentro del colegio. No recuerdo por cual palabra perdí o qué; sin embargo, sí sé que, por algunos temores, no pretendía ganar de a mucho.  Hasta ese punto, yo creería hoy, la idea de ser actor se diluía; no obstante, siempre pensé en la posibilidad de no tener una vida normal con sueños normales, porque me resultaba un desperdicio en la vida solo ser padre de familia con un trabajo y llevar la vida de otros.

Recuerdo haber ido a una charla de carreras profesionales en una universidad. De todas ellas, en la de Comunicación Social me sentí a gusto. Tanto fue así que mis amigos cercanos dijeron que esa era carrera para mí; yo estaba de acuerdo. Eso no se concretó porque mi hermana Adriana quien, por supuesto, tenía más facultades histriónicas que yo –yo estaba en una etapa menos protagonista─, dijo que estudiaría Comunicación. Por un asunto de complejo tipo “dirán que me estoy copiando”, no la estudié.

Estudié una carrera técnica que tenía que ver con la Administración de empresas. De ahí, viendo que mi hermana nunca estudió Comunicación, y se pasó a Ingeniería Industrial ─hoy es feliz siéndolo, o eso creo─,  fui tajante en no estudiar tampoco algo que tuviera que ver con la Ingeniería. Fue ahí cuando decidí que debía estudiar algo “que tuviera salida”, como en la búsqueda de un laberinto por ser.


De esta forma me hice administrador de empresas. Fui buen alumno, me gradué por promedio y creo haber abandonado mi deseo infantil de ser actor. Descubrí luego, en un fracaso rotundo en lo laboral, que acercarme a todo lo que pintara a un trabajo oficinesco me producía ansiedad y estrés. Esa etapa de mi vida ─que no ahondaré ahora─ fue de mis grandes desilusiones humanas porque perdí el sentido del ser, acaso ya no era yo…

segunda parte

miércoles, julio 06, 2016

SUMARIO: JONATHAN NO TIENE TRABAJO

Publicado por Yo soy Escribidor |



Jonathan renunció el 30 de junio. Fue todo lo que se pudo soportar en un trabajo que le quitó gran parte de la tranquilidad –de la vida, diría él-. Ahí estuvimos esperando este momento porque lo alargamos lo más posible, acaso las obligaciones económicas adquiridas durante todo el transcurso.

Su trabajo llegó a ser una piedra en el zapato para él y para los demás que estamos cercanos. Para empezar, instalar conexiones de Directv sonaba bien al principio; pero esto se complicó cuando descubrió que nunca había un horario de salida. Y se complicó más cuando sus noches eran llevadas por la universidad cuando no  podía llegar a tiempo. En varias ocasiones, su novia y yo lo esperamos sin respuesta porque andaba trabajando. Y nunca se detuvo, de ahí en adelante, todo lo peor que uno podría tener un trabajo.

Ocio
¿En qué momento el sustento se convirtió en una carga? ¿Desde cuándo trabajar fue lo más parecido al dolor? ¿Desde cuándo ahí cultivamos la desesperanza?

Para él, todo esto se constituyó en una opresión, una cárcel, una pesadilla de tantos meses en la que no había escapatoria. Se adelgazó más de la cuenta, no le alcanzaba la plata para nada, nunca llegaba a tiempo, soñó pesadillas recurrentes, tenía un compañero que hacía todo más difícil, no había permisos para ir al médico –al mejor estilo de «no se enferme porque lo echamos»-, sin contar, por supuesto, con el entramado emocional y espiritual que eso supone. Yo tuve un trabajo así y sé qué es no sentirse vivo.

Sin embargo, él siempre se resistió a ser oprimido, porque impuso ser indómito de quienes le decían qué hacer con su vida siempre. El límite llegó hasta el 30; después de eso, buscaría una especie de libertad que le garantizara sentirse un humano funcional.

Ahora, mientras disfruta de su tranquilidad, se le ve un brillo distinto en los ojos; una especie de paz por quitarse una carga inútil que le restó más en la vida. Se le ve una luz que estaba apagada, y que se aviva de a poquito a poco. Ahí va el pelao: lento pero seguro.


Ese día, en la noche, cuando le pregunté cómo le había ido con la renuncia, él con la vehemencia que tiene la gente que no teme lo que dice, afirmó: «hasta hoy trabajé para esos caras de verga». 

viernes, julio 01, 2016

SUMARIO: NO ES MI TIEMPO

Publicado por Yo soy Escribidor |

Carlos Andrés compró moto y enfatizó en llevarme todas las veces que quisiera. Sin embargo, por los imposibles, no siempre ha sido así. De hecho, al riesgo de un video que tengo donde dice que siempre me llevará o me recogerá donde esté, la realidad distó un poco. Yo, no obstante, siempre le digo que me haga el favor; cuando puede, lo hace.

Hoy le escribí temprano porque tenía dos vueltas seguidas que hacer. Le escribí reclamando una especie de libertad que me dio al pedir el favor, y, de paso, validando los acuerdos.  Nuestra conversación, alrededor de la hora fue algo así:

-¿Qué horas tienes allá para arreglar?
-Son las 10:06.
-¿En serio?
-10:07 ya. Oye, hazme un favor.
-Ando arreglando el cuarto.
-Llévame.
- ¿A qué horas?
-Ya.
- Eche, dentro de 20 minutos.
-15 minutos.
-Mi mamá me mandó a barrer y trapear: 20. Y a arreglar otras cosas.
-bueno, dale, pilas.
(Nota de voz de él: «Qué pilas ni qué mierda, hermano. Espere a que yo termine, eche».)
-Eche para usté. Te escribo en 15 minutos.

(Pasa un tiempo)

-Hey, me diste la hijueputa hora mal.
-No, en mi reloj ahora son las 11:04.
-Esa mierda está dañada. Te pedí la hora real, eche.
-Será allá. No, es la misma que tengo en mi reloj y pc. (Nota de voz de él: «Hey, cómo van a ser las 11; mira cómo está el día apenas, hey. ¡Arregla esa mierda, marica! ¡Eche, da es cola!) Son las 11,  idiota; 11:06, sea serio.
-Qué van a ser las 11 ni qué cagá.
-¿Entonces qué hora es, Carlos Andrés?
-Son las 10:10, imbécil.
-Eso ya pasó hace rato, idiota. Estás atrasado una hora
-Ya voy a bajar.

Cuando llegó afirmaba su desfase atemporal, y yo mirándole la cara mientras sólo interjeccionaba con «eche» (como si ya hubiera suficiente tantas palabras para nuestra tontera de las horas). Como algunas cosas,  siempre andamos en una hora distinta el uno del otro, como negándonos la realidad del tiempo presente, en un devenir del hoy, de mañanas y pasados envueltos en relojes en contratiempo.


De paso, hace días se quedó con un reloj mío y me lo devolvió dañado de la manilla. Él aseguró que estaba así, como si yo fuera idiota de las cosas que tengo, y del tiempo que me gusta pasar con él. 

lunes, junio 20, 2016

DEDOS SOBRE EL ROSTRO

Publicado por Yo soy Escribidor |

Imagen
En las reflexiones que uno comienza hacer en la vida a cierta edad –que no tiene que ver con lo cronológico, más bien un asunto de terquedad-, es inevitable el espejo en el que uno se mira para ver las imperfecciones sobre el rostro. Hay más arrugas que las que había hace un par de años, una mancha nueva que salió sin avisar y un par de canas que debieron estar en mejor posición.

He estado pensado en estos días si la imagen difusa que me brinda el espejo es la misma con la que me miré hace años. O más: si la imagen con la que soñé a posteridad es la esa que veo emparejada en mi realidad y en mi imaginario. Me temo que no.

Veo más defectos ahora que antes porque ya estoy en el futuro sobre mi reflejo; ya no es lo que debía ser sino que lo es. Es el rostro más cansado de lo normal, más ciego de las mismas miopías de siempre y con la desviación en un incisivo frontal que nadie notó; también con la misma oreja diferenciada que se resiste a ser mostrada.

Me toco la cara con furia, buscando, quizás, que sea lo que sembré años anteriores. Busco, entre los dedos sobre el rostro, que se ubiquen las formas, los ojos, que se estiren las imperfecciones, que se vea natural mi felicidad sobre la sonrisa. Me cubro los espacios que ya no tienen pelo sobre mi frente y no puedo, por  más que quiero, cubrir la desazón del decreto que veo y leo. Mis dedos actúan como un alfarero reconstruyendo sobre el barro un modelo que ya no tiene vuelta atrás.

Y miro en mi alma. Dentro. Como si pudiera leer lo incomprensible, lo trascendental, hurgando en la caneca de mis errores y en los aciertos que tuve. Me doy razones para escribir sobre la hoja de papel, quitando el espejo que está al frente como juez siniestro del presente.


Y mientras me veo de lado ahora, un mejor ángulo de lo que soy, de lado, escucho mejor a quienes esperaban este momento para saber que estaban en lo cierto en mis ilusiones. Sí, ésta es también una imagen difusa que se refleja inmisericorde de espalda al pasado; y la esperanza como un niño asustado se escode debajo de la cama. 

domingo, febrero 28, 2016

Carta al alegre nostálgico

Publicado por Yo soy Escribidor |

Benkos a ojo cerrado
Siempre son tus ojos infantiles. Uno ve los ojos y piensa que todavía tienes los 14 años, pero ya no es así. Me digo resignado: ¡Cómo ha pasado el tiempo! ¡Cuánto he envejecido! Y te veo en tus gestos. Veo a alguien que se construyó con tropezones a temprana edad. Escucho tus palabras atentamente, y concluyo que hace rato no hablas. Hola, ¿cómo estás? Ríes siempre y vuelves a un mutismo lleno de sonidos. Ríes de nuevo y te escucho.

Ya a tu corta edad te delatan más canas de las que quisieras y de las que deberías tener. Como si fuera justo que alguien como tú las llevara, las tiene profusa y despiadadamente. No hablas de ellas. Ya no te acomplejan, según dices, pero son inevitables las caras de asombro que se aparecen en la oscuridad.

Son tus ojos los que delatan tu nostalgia. Eres feliz, y lo sé; sin embargo, tu melancolía es parte de ti: como si nos hubieran hecho de la misma esencia, tu vacío es el mío, quizás con otro nombre.

Te escucho alegre siempre. Te escucho sin escucharte. Escucho tus pasos a lo lejos, sin verte. Sé que del otro lado estás. ¿Y tu soledad? Bueno, ella lleva nombres y apellidos y, a veces, situaciones, momentos, llantos y alegrías. ¿Tu soledad? Tu soledad con la que luchas cuando te encuentras acompañado: tus pasos lentos y tu hablar meticuloso.

Son tus ojos. Tus ojos de nostalgia. Yo te toco las pestañas –en la inmensidad de cómo son-, y tú cierras un ojo, te ríes, me miras sin mirarme, y yo entiendo.

Han pasado un par de años. Ya no eres el mismo aunque, sí, lo eres: la lágrima que rueda sin caer en el río de tu vida. La risa pronunciable en los dichos que pretendes. La agonía de lo humano en tus ganas de vivir.

¿Estás ahí? A veces te veo esquivo. ¿Sigues ahí? Te escribo buscándote cuando no estás. ¿De qué color es el cielo de tu alma? Es gris o con flores amarillas ¿Llueve de vez en cuando a través de la ventana de tus ojos grandes? Decidiste la hombría siniestra del silencio ¿Mientes con tu mirada enferma de melancolía en la alegría de la música? Cantas alegre en las noches de insomnios. 


lunes, enero 04, 2016

LA TESIS: TERCERA Y ÚLTIMA PARTE

Publicado por Yo soy Escribidor |

Primera parte
Segunda parte

Hecho
Marlon no esperó a que la coordinadora del programa buscara nuestros papeles. Él, atrevido como es, metió la mano en el último cajón donde, según pensábamos, estaban los documentos. Allí estaban. Marlon los sacó como si se hubiera ganado la copa de algún torneo deportivo. 

La coordinadora, con su parsimonia característica, pretendía explicarnos por qué no se acordaba. La verdad, frente a la rapidez de la sustentación, poco nos importaba sus apreciaciones. Corrimos de vuelta, ya más tranquilos, mientras Jubeis apenas venía llegando. 


Marlon y yo
Nos devolvimos al salón con todo preparado. Y ahí fue. Las sustentaciones deben demorar, aproximadamente, veinte minutos; sin embargo, la nuestra duró alrededor de una hora. Todo esto se dio porque uno de los evaluadores -quien todo el tiempo tuvo problemas con los tres (además porque decir pamplinadas es su especialidad)- siempre estuvo renuente del trabajo de inclusión con niños con Necesidades Educativas Especiales y, de paso, porque, como siempre supimos, nunca leyó nuestro trabajo.*


Jubeis y yo
Así pues, él se encargó de dilatar la sustentación, poniendo, en más de una ocasión, a los demás docentes en un debate alrededor de nuestro tema. Las preguntas pedagógicas fueron con malintención. No obstante el sobresalto, Jubeis mostró entereza y un dominio increíble del asunto, acaso, por supuesto, es quien más dominaba el mismo. 

A pesar del viento en contra, todo estuvo de maravilla. Luego nos fuimos a Fierabrás a celebrar un rato. Tomamos cervezas y así fue la noche. 


los tres
El día para buscar el diploma -como toda universidad pública- nos recibían como doscientas personas en la misma condición. Gritos, empujadas, risas, escándalos y, evidentemente, una que otra persona que iba a buscar su diploma por ventanilla sin saber que no eran necesario el vestido de grado con tacones y todo para hacer una fila de doscientas personas. 

A las 5 de la tarde cerrarían esa ventana donde estaban entregando, en Admisiones, los diplomas. Marlon había llegado algunas horas antes y ya, formalmente, estaba graduado. Jubeis y yo no. Por ello, Oscar, teniendo las influencias en Admisiones, entró a buscarnos los cartones. ¡Cuál fuera nuestra sopresa cuando salió, y él, literalemente, tenía unos cartones viejos y grandes! Dentro de ellos, estaban nuestros diplomas. Había que sacarlos así porque sí, supongo. 


Celebrando y Renneberg en el teléfono
Ese día también fuimos a Fierabrás. Y yo, como en analepsis siempre, pensé en cómo rayos había pasado de ser administrador de empresas a profesor de literatura. Y pensé en cómo se había pasado el tiempo, y cómo ya no estaba en la U. Y cómo, al tiempo, ya la vida había seguido. Ahí supe, casi como la primera vez en Administración, que yo siempre pensé que estar en la universidad nunca se iba a acabar. Ese día, sin que nadie lo supiera, tuve una gran nostalgia y un vacío que traté de disimular. Nadie lo supo, hasta ahora. 





Ya el tiempo ha pasado. Marlon, por su lado, se ha dedicado a viajar por Europa; se toma fotos con una máscara de marimonda. Se ve feliz. Lo es. Es muy inteligente y es buen amigo. Siempre mostró potencial -era de los mejores- en el Museo donde trabajamos juntos y nos conocimos. 


  

Una marimonda en Europa




Jubeis se graduó de una especialización. Se nota que el tiempo ha cambiado. Trata de llevar a cabo negocios, enseñar a sus estudiantes y llevar una familia. Se va a casar, dicen. En general siempre la veo feliz. Ahora está obsesionada con Homeland y ve señales en todos lados. Está un poco loca, lo sé. 
Jubeis paseando


Yo me puse a estudiar francés ahora que tenía la plata por el trabajo que tuve este año. Quedé sin trabajo al culminar éste. Leí muchos libros infantiles y descubrí escritores que me hacen llorar. Ahora sé que uno de mis libros infatiles favoritos es "El Oso que no lo era". A ratos canto en mi cuarto. He vuelto a escribir un poco. A veces pienso en otras cosas.  A veces sigo pensando en la U y en cómo pasó todo. 




Marlon y yo hacemos la tesis tomándonos fotos










*Muchas veces cavilamos que esta tesis la sacamos de rapidez y que, a pesar de ésta, fue una buena tesis. Nos preguntábamos: "joda, ¿qué tal si le hubiéramos dedicado más horas?" Y es que nuestras reuniones para hacer tesis se volvieron en tomarnos fotos y hacer imitaciones de Shakira, Pitbull y hablar del Planeta de los simios.