.

.
.
martes, diciembre 08, 2015

MI ARBOLITO NO ILUMINA

Publicado por Yo soy Escribidor |


 *A mis amigos: Josi y los Manduca, 
quienes siempre hicieron mis diciembres más felices 
en medio de lo imposible

Arbolito en penumbras
En mi casa se dejó de poner arbolito de Navidad. En primer lugar, el último que tuvimos, mi mamá lo regaló o algo así; en segundo lugar, al irse mis hermanas, supongo, que los hombres terminamos siendo trastes para estos menesteres. Con el tiempo me acostumbré a que no hubiera arbolito. 

Hace algunas semanas, me visistaba mi amigo J., y mi mamá le pidió el favor de poner unas instalaciones de luces que había comprado; las había comprado hace más de un año, pero nunca las puso porque, según veo, no había motivos para eso. Sin embargo, mi mamá se animó, y J., con todas las ganas, se las puso en la casa; de alguna forma, me sentí bien de poder tener luces de Navidad, acaso me remiten a unas buenas épocas de mi infancia que, quizás, no volverán. 

Días previos a estos, le escuché decir a mi mamá que éste había sido un año difícil. Se había muerto un tío -hermano de ella-, y primó, más que nada, la soledad. Luego, la enfermedad insistente de mi abuelo -su papá- que se resistía a morirse o a vivir, quién sabe. 

Mi mamá tenía razón: había  sido -o es- un año difícil: "tanto físico como emocional", dijo en la cocina. No habría motivos para celebrar a puertas de un fin de año. 

Nunca me imaginé, por ello, que un día luego de mi trabajo yo llegara a la casa y viera un arbolito de Navidad iluminado en la sala. Reconozco una extraña alegría. "Llegó la Navidad", pensé olvidando lo  malo del año, y al arbolito anterior que fue tirado, y sin saber quién la ayudó a armar éste. 

Pensar en Navidad -pensaba en estos días- es recordar esas alegrías inevitables cuando sentía, en medio de la noche, un regalo puesto sobre mi cama. Es recordar los patines que nos dieron a Adriana, mi hermana, y a mí, y que yo disfruté hasta las caídas más profundas. Quizás ni sabía a quién celebrábamos o si era a otro dios que no era el judeocristiano, o si se habían "redimido" estas fiestas. No. Para mí ver mi casa así fue recordar la novenas de mi niñez, y que les decíamos "las tutainas". Era esperar con ansias para saber qué me había traído el Niño Dios. Son los patines de los que hablé, pero también la bicicleta, el Nintendo, la familia, la ropa que estrenábamos... fue más eso porque no todo fue bueno después del tiempo: la Navidad fue las peleas de mis papás, la angustia y los gritos, la soledad y todas las veces que me fui a pasarla donde algún amigo* para no tener que sufrir lo que ya la niñez no me advirtió. 

No obstante, este nuevo arbolito illuminado, en la soledad de mi mamá y la mía, me recordó los motivos para soñar. 

Pero qué triste es la tristeza: mi abuelo murió hace unos días frente al dolor de la vida. Murió y descansó. Fue algunos días antes que llegara diciembre. Y con su muerte, murieron las luces del árbol. Ahí está. Nada lo ilumina. Ya nadie prende las luces. Mi mamá no lo hace. No sé si lo hará algunos días después; quizás sí; en serio, no lo sé. El arbolito de Navidad de mi casa no ilumina, ensombrece la sala. No hay nadie a mi lado para iluminar mi propio sendero; uno que otro, sí; pero la mayoría no. La mayoría brilla por su ausencia.

Mi arbolito con sus luces bonitas ya no brilla. No puede. 



miércoles, octubre 07, 2015

SABACTANI TATUADO

Publicado por Yo soy Escribidor |

Ningún pentecostés de alas
ardientes desciende sobre mí”
Olga Orozco


Tengo, entre los libros que poseo, algunos que, sin duda, salvaría de un potencial diluvio. Diré sólo dos que son muy importantes para mí. En primer lugar, salvaría una versión usada que tengo de Rayuela que me regaló mi amiga Jubeis. Este libro lo salvaría por el peso emocional con el que lo recibí. No se trata tan sólo de Rayuela, sino de lo que ha llegado a significar este libro destartalado -En este texto leo su dedicatoria, entre tantas cosas dice: “privilegiadamente errante…” (hablando de mí), quizás por cosas de ese tipo-.*

Otro de esos libros, que espero rescatar, sin temor a dudas, es “Sabactani. En el final era el verbo”, de Eliana Gilmartin [sic].

Describir lo que ha significado cada línea, cada verso, cada espacio, es poder asumir la realidad de una humanidad descalza. Mi experiencia con el libro no tiene caducidad. Allí encontré traducidas mis palabras. Allí pude descifrarme y descifrar al otro. Allí pude acercarme al Dios en el que creo. Sí: puedo ver un Jesús desgarrador, humano y mortal.

Cada prosa poética es un canto a la existencia, a la intemperie; a descubrirnos desnudos frente a la Vida, y frente a las inclemencias de continuar. Es poder acercarme al Sabactani finito del Carpintero; y estar cerca, por supuesto, de mis Sabactanis rutinarios: esos de mi abandono.

Ya sé qué es sentirse solo. También conozco las marcas con que lo tachan a uno. Ya huí de la iglesia donde viví por tantos años. Ya sé qué es sentir que todos tienes las respuestas a tus sufrimientos. Sé qué es mirarse al espejo y no encontrarse allí. Y sé también qué es vivir en la periferia de lo que no aplicamos. Ya vivo mi temor a la muerte, sin temor de que me maten los otros por lo que pienso. Ya sé qué es no tener las respuesta frente al dolor de lo que me han llorado cerca. Ya sé entender. Y sé qué es tener consuelo con los abrazos que pido.

Muchos me han preguntado por mi nuevo tatuaje: es el Cristo de San Juan de la Cruz, de Salvador Dalí. El tatuaje es más grande lo que pensé, y yace en mi brazo izquierdo. Ese cuadro es una estructura apasionante. Existe un ángulo misterioso en el que la Cruz se extiende en una vertical inverosímil, pero que juega con la visión y se puede apreciar una proyección distinta del crucificado. Este Jesús no está en la tierra, no mira al cielo, no le conocemos el rostro, no está en una completa verticalidad ni horizontalidad; es un enigma de salvador. Es un Jesús abandonado en medio de la nada, que está allí sostenido, mientras una apacible calma de pescadores ronda a la humanidad, debajo.  

Ya algunos me han dicho que por qué no lo hice con el Salvador no crucificado. O que por qué no tiene el pelo largo este Jesús. O si, quizás, una crucifixión no es demasiada. Siempre hay quienes le dicen a uno qué vivir, cómo hacerlo y, por supuesto, qué tatuarse. Es cierto: hace algunos años no hubiera imaginado soportar dolores innecesarios para un tatuaje; sin embargo, hoy día, todas mis respuestas, y sentido de este escrito, se traducen en las  palabras de Eliana, cuando ella, hace algún tiempo, y manifestando el Sabactani jesuánico, escribió:

«Gran teólogo Dalí.
»Su cabeza a la altura de mis ojos. No lo mira dios sino yo. Yo ahí en el instante misterioso. ¿Por qué estoy ahí?
»Está oscuro. Posiblemente pronuncie su sabactani pero sin dejar de mirar hacia abajo. No mira a dios. ¿Ya murió?
» ¿Qué mira este Jesús que no dirige sus ojos al cielo como en las pinturas tradicionales? y ¿Quién lo mira a él?»**

Quizás por eso, y por más, ese libro lo he salvado de los diluvios que arrasan sin reparos. Y, de paso, cada línea me ha salvado a mí de mis propias inundaciones diarias.






*Asuntos que serán motivos de otras entradas.
**Tomado de Twitter

jueves, agosto 27, 2015

Corto: sueños 1

Publicado por Yo soy Escribidor |

Esta semana soñé en una noche tres sueños:
1) Que tenía una gran discusión con mi papá por asuntos económicos. La discusión no ha ocurrido; y lo económico, el asunto de la pelea, tampoco.
2) Que una vecina moría. Hoy le pregunté a mi mamá por la vecina, habiéndole dicho que soñé con ella, acerca de su estado de salud. "Ya ella queda ahí ",  sentenció mi madre.
3) Soñé que viajaba a Santiago de Chile, a visitar a mis amigas las Carrillo. He pensado ponerme en la tarea del ahorro. Ya Charlie me había dicho para ir.  Puede ser, pensé.

sábado, agosto 22, 2015

Corto: contrariedades

Publicado por Yo soy Escribidor |



Me dirijo a un pueblo a trabajar. Cojo un colectivo –de esos que bajan por la catorce, que son más baratos-. No aguanto el calor ni la cercanía de las pieles ajenas. Sudo sin reparo. No hay tranquilidad ni comodidad, pero así es el trabajo. 

En la catorce, mientras el colectivo pasa, se detiene en una calle para que otro carro siga: es el carro de mi papá. Su carro amplio, sin mancha de calor, ni la cercanía en un momento de sudor. Él nunca se enteró que yo lo vi. Ni siquiera, pienso, recordará ese día normal; pero yo, desde mi nefasto vivir, lo veo pasar, y veo que pasa el instante que no tengo.

jueves, agosto 20, 2015

UNA VOZ CONOCIDA QUE DESCONOCE LA VERDAD

Publicado por Yo soy Escribidor |


Dedicatoria

Ayer le contaba a J que a veces escucho voces conocidas en mi cabeza. Quiero creer que a todos nos pasa, aun cuando a J le pareció raro. El asunto es así: en general cuando pienso en alguien, o cuando alguien se aproxima a mi recuerdo, puedo escuchar un tono particular de ese alguien. Me sucede, también, cuando se trata de mensajes de textos, o comunicación por Wasap: en algunos casos, ciertas frases, me suenan en mi mente con la voz de quien me habla. 

Le contaba a J el caso particular con él, ese día: mi mente reprodujo en un recuerdo su voz, su risa. “A veces escucho tu risa en mi mente”, le dije. Y paso seguido, le expliqué mi situación más atípica en esto, con mi amigo L. 

A L es raro escucharle la voz. De hecho, es alguien  que cuida sus palabras, no emite un juicio sin fundamento; su voz es, más bien, silenciosa. Cuando calla, suelo escucharlo. Paradójicamente a esto, cuando hablábamos por Wasap, él era más fluido; acaso no necesitaba las cuerdas vocales para esto. Sin embargo, y muy a pesar que disfrutaba estas conversaciones, en la realidad primaba el silencio. De aquí, pues, que en cada conversación con él, por un medio diferente al del sonido, yo escuchaba en mi mente, a cada una de sus palabras, una voz que no era la de él. 

En mi mente nunca estuvo su voz real. Era una voz desconocida para mí. Supongo que, al tener pocos recuerdos de la realidad, la artimaña de la nostalgia fue otorgarle una voz que no era la de él. Un par de veces se lo comenté: “Es otra voz la que escucho cuando te leo”. A veces intentaba ajustar cada palabra al recuerdo escaso de su voz lejana, y no cuadraba. No daba. No era la voz. Era, quizás, otro L que estaba ahí en mi mente, que se reprodujo solo, que era un irreal real. Él, sabiamente, me dijo que poco a poco iría pasando, que la voz sería la de él. 

Y así fue. 

Hice la terapia, de vez en cuando, lo llamaba por teléfono; y aunque evidentemente dominaba la conversación yo, sus pocas palabras me ayudaron a sincronizar mi realidad. Poco a poco, en algunas frases, en algunas risas, en algunas palabras, fui notando cómo la voz intrusa cedía paso a la de L y a sus sonidos. Poco a poco –tenía razón él-, ya las frases no me eran desconocidas, ya se me ajustaban a la situación. 

Pero eso cambió. 

Por aspectos que nada tienen que ver con esta entrada, tuvimos que separar las distancias. Cada uno lo asumió con entereza, y, por supuesto, era lo mejor, no sólo para los dos, sino para una colectividad que miraba la viga en el ojo ajeno. De eso, ya hace algunos meses. Quedamos en hablar cuando se pudiera. 

Hace poco, en mis quehaceres de vida, lo recordé. Y noté, tristemente, que había vuelto la voz intrusa, y que no sabía cómo era su voz: Lo había vuelto a olvidar. No era L y sus pocas palabras. No era L y sus silencios dicientes. Era el usurpador de la nostalgia que resucitó sin darme cuenta. 

Entonces nos vimos por fin para aclarar las diferencias nefastas del ayer, ahora que la marea bajó. Y para mi sorpresa, ha sido el momento donde más lo escuché. Claro, y me habló, una vez, con un gesto que no desconocía. Era un gesto que había visto en alguien más cuando estaba a punto del colapso, pero nunca en L. Y tuve miedo. Tuve temor de un colapso próximo porque su gesto así me lo decía. 

Pero no hubo colapso en él.

Y lo escuché. 

Y noto que su voz ya no es la intrusa. 

Por ahora, por lo menos.

miércoles, mayo 06, 2015

Carta sin pretensión

Publicado por Yo soy Escribidor |

A uno, a dos, a los de siempre, por supuesto


“No tengo a nadie que me diga lo que tú me dices”, dijiste con seriedad. No hubo vacilación en las palabras, y mucho menos en tu mirada. “No tengo a nadie…”, te resignas. No creo a ratos. En mis duras pronunciaciones, que no busco, no puedo mutar mi cara, aun cuando, de vez en cuando, suelo sonreír sin querer; pero eso no me desarma para ajustar mi opinión a mi verdad cuando atraviesa la tuya.

Tu verdad silenciosa. Eso fue en esa charla: silenciosa y violenta. Tu silencio violento, inundado de reproches, de certezas endebles y de amaneceres equivocados. Te leo entre los silencios dicientes de tus errores. Pareciera ser que sé todas las respuestas a tus blancos, pero no es así: no tengo ni puta idea de qué hacer para compensar el abrazo intempestivo que recibí: ese fue mi desarme, mi rendición de cuentas, mi llanto apagado, mi no esperada reconciliación con el cariño. 

“No tengo…”, dices sin sentir remordimiento. No tener supone una especie de vacío que se formó, un oxímoron que no se quiere pronunciar, una redundancia al caos.

No olvido tu cara, tus ojos, tu atención; no olvido el querer, el esperar y el amar.


“No…”, sentencias. Y no: no hay rencor, no hay abandono. Sólo tú y yo. Un beso en el hombro y un te quiero que hace volver la calma. Un “ánimo” para la vida, un desgano hacia la muerte. 

jueves, abril 16, 2015

EL SONIDO QUE INSISTE EN SONAR EN LA INTRADIÉGESIS

Publicado por Yo soy Escribidor |

En general, la mañana me recibe con una canción en mi mente. De alguna forma, he pensado como si fuera una lista de reproducción aleatoria que va y va, y viene y viene. Muchas canciones se repiten con facilidad entre los días; por eso, es normal que la canción con la que me recibe mi mente el lunes, pueda ser la de los jueves; o sucede el caso que es la misma por varios días. 


Este proceso dura alrededor de una hora entre mi levantada y mi ajuste a la cotidianidad. Después de la hora, se puede entronar otra canción que suelo cantar gran parte de la mañana. 

También sucede que hay días en los cuales no hay canciones mentales mañaneras, sino que, después de una hora, surge sin darme cuenta, y allí está, allí está, dando vueltas y más vueltas en mi cabeza; en muchos casos, me toma tiempo darme cuenta que está ahí -quizás por las obligaciones en las que estoy-, sin apercibirme qué piensa mi mente cuando pienso en otra cosa.

Cuando me levanto sin canción en mente, es probable no notarlo. A las horas, al intentar saber cuál canción rondaba por mí, suelo caer en la cuenta que no hubo. Y este acto -el de soledad y silencio- es triste, de alguna forma. Es como si, utilizando la metáfora primera, el reproductor hubiera llegado a su fin, y habría que encenderlo; la tristeza de un mundo sin música de fondo. 

Tal vez por ello, no todas las veces uso audífonos; en muchos casos, no me hace falta. La canción suena en mi mente, se repite, toca otra, cambia, se transforma, escucho las voces, los instrumentos, incluso me remite los momentos en los cuales ésta era banda sonora.