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jueves, noviembre 16, 2017

LAS MUJERES ENGAÑADAS NO TIENEN NOMBRE

Publicado por Yo soy Escribidor |

Yo sé bien que te he sido infiel,
pero eso casi en el hombre no se nota.
Diomedes Díaz

En una reunión entre varios amigos fue normal que se comenzaran a llamar «cachones». En el Caribe colombiano ─específicamente en Barranquilla─, se constituye una ofensa llamar a otro «cachones». Sé, por supuesto que, entre mis amigos, llamarse así puede ser una broma más que una realidad. Sin embargo, meditando en este asunto, pude entender cómo los hombres ─quizás solo los de aquí─ pensamos al respecto.

Cachón es una ofensa, como he afirmado. Al decirlo, en palabras castizas, se presume que hay alguien afectado a quien una mujer le fue infiel. Pero es una ofensa porque el metamensaje no es un acercamiento compasivo, sino uno de burla donde se presume que al hombre «le fueron infiel porque no supo hacer bien su labor de hombre». En este sentido, un cachón, y mucho más, cuando se utiliza en una frase, pierde el valor de la infidelidad ocasionada, para ser objeto del odio masculino: «Si te dejaron ─y, por ende, eres un cachón─ fue porque ella encontró a alguien que sí la satisfacía en algo en lo que tú no».

Quizás por ello es la ofensa: no por ser objeto de infidelidad, sino objeto de la burla machista. Así, es fácil, en cualquier calle de la ciudad escuchar: «¡Qué va, cachón!», «¡Usted es un cachón!», y todas las variantes habidas y por haber, y que se susciten una lucha territorial de la hombría. Nadie dice, por ejemplo: «¡Qué va, si a ti te fueron infiel!»; no, porque el mensaje no radica en la infidelidad, sino en la falta del componente masculino para darle a la mujer justo lo que se “merece”, en cualquier sentido que se nos ocurra. El cachón, entonces, es una palabra que connota una debilidad que el otro detecta, y que puede tirársela en la cara, sea en broma o en serio.

Por otro lado, cuando el hombre es el infiel, el término más utilizado es «cabrón», que, en otras cosas, en ciertos círculos de habla, se sinonimia con alguien más aguerrido, fuerte, valiente. En suma, el hombre engañado ─cachón─ es la antítesis ¿ontológica? de ese otro hombre en todo su sentido masculino ─cabrón─.

No obstante, la palabra cachón no es igual cuando nos referimos a una mujer. Las mujeres de barranquilla no son cachonas porque un hombre les fue infiel. A ellas no se les ofende en su feminidad por haber sido engañadas, quizás porque se presume que ellas son más proclives a eso. Cuando a una mujer se le llama cachona, se intercambia la semántica de una mujer engañada a una perversa y engañadora. En otras palabras, una mujer cachona no es víctima, sino victimaria. Aquí, cuando alguien dice: «Esa vieja es una cachona», se presumen entre los emisores y receptores el metatexto: es una zorra, puta, bandida. La mujer no es cabrona tampoco: no es per se aguerrida en asuntos de infidelidad: es cachona, lo que para el hombre es una muestra de dolor y vergüenza, para ella es una ligereza.

En este punto, entonces, a una mujer engañada, que ha sido objeto de infidelidad, no tiene un término que la determine. Quizás no lo necesite, es cierto; sin embargo, se comprende la invisibilidad a la que se somete cuando es un hombre quien la engaña. Más allá del cachón o cachona, revela una forma de anonimato y subvaloración, incluso cuando se victimiza desde el juego masculino. El hombre allí, desde el discurso desde siempre, revictimiza a sus pares y revictimiza ─mucho más─ a una mujer a quien se le fue infiel, engañada, pero que no se tiene con qué nombrarla desde el habla. 
Techo caleño

Y me someto, después de todo, a la burla de algunos de mis amigos que empiecen a llamarme cachón porque les parece este un texto que merece ese epíteto; quizás, como dice el Cacique, en el hombre eso casi no se nota.


sábado, septiembre 30, 2017

Lágrimas sin punto sobre las íes

Publicado por Yo soy Escribidor |




A uno. A todos.


Llegaste luego de un mensaje de alerta: «No puedo estar aquí», dijiste. Yo accedí más por el asombro que por algo más encallado en la inmediatez. El asombro de que algo iba peor de lo que pensaba. Ese día vi tus ojos de un color nostalgia; me era desconocido. Era un dolor que se partía infinitesimal sobre la ausencia del recuerdo. 
No vi consuelo, y no supe darlo enseguida: algunas palabras torpes que siempre salen como remedo de explicaciones de cómo debería ser la vida. Pero quizás no lo es. Mis palabras eran pocas, frente a las lágrimas del abandono. Eran modestas sobre el rostro, pero estaban brillando con afán sobre las razones de la vida.


Ahí te devolví un favor. Un favor que no me pediste: ahí intercambié mi llamada nocturna, de esa vez, donde lloré desde el otro lado del teléfono, y del otro lado de la desesperación. Allí lloré sin consuelo. Como quienes lloran cuando están frente al precipicio.  Como a quienes  se les acabó el último segundo de consciencia. Como quienes  lloran para no volver a hacerlo nunca más. Y allí, en ese cruel momento, tu silencio fue una epifanía siniestra que se descifraba en el humo de mis sollozos. 

Y ahora tú, frente a mí, con tus lágrimas. Y yo, con mi mano estirada oro por ti. No sé si para entender que hubiera un dios en algún lado; más bien, para que supieras que no estabas solo; que el dolor es compartido en medianos puntos sobre las íes

Y me agradeciste con afecto en medio de un abrazo a medias. 
Un consuelo sin serlo. 
Un esfuerzo para vencer la muerte. 
Un grito callado para darnos la mano para seguir.
Una lágrima que se seca. 
Y una esperanza que se resiste a caer en el piso del olvido. 


martes, agosto 15, 2017

CORTO: ANSIEDAD

Publicado por Yo soy Escribidor |

En las mañanas de mis recientes y silenciosas crisis del pánico, no podía definir bien cuál era el sentimiento que me abrigaba. Ayer, hablando con uno de mis mejores amigos, casi en la misma situación, puso las palabras en algo que no podía yo: «Es como que te levantas pensando con una lista de cosas que tienes que hacer… pero no sabes cuáles son, ni cómo llevarlas a cabo».



lunes, julio 24, 2017

ANÁFORA DEL CAMBIO

Publicado por Yo soy Escribidor |

Cuando mi amigo me dijo que necesitaba cambios en su vida, me alegré sinceramente. Sonaba como quien sabe que tiene una esperanza para continuar cuando ya se ha golpeado muchas veces con la misma piedra. Me alegré sinceramente hasta que la alegría se fue, y se convirtió en algo que no definí, que no podría saber cómo se llama o qué. ¿Nostalgia? ¿Tristeza? ¿Melancolía? No sé cuántos sustantivos abstractos se necesitan para denotar algo que palpo más allá de mis pensamientos.

Y me fui lejos. Cambios. He hablado tanto de ellos que ya parece invariable el tema. Y me fui al momento de mis cambios recientes ─porque en la vida, después de todo, uno es la suma de muchos ires y venires─. Fue en ese noviembre de 2013 cuando después de acumular dolores y terquedades, dije adiós. No fue una despedida fácil. Fue una decisión consciente sobre el borde de una silla, esperando si iba a ver días después de ese instante. Si se iba a detener el tiempo y que todo se fuera al fin. ¿Qué había luego? No lo sé; sin embargo, mi adiós era necesario después de no encontrarme yo mismo en mi propia libertad, en mi vida y demás. Ese día, mientras transitaba por la ciudad, supe que había llegado, así de golpe, los cambios. «Necesito una nueva vida. Cambios en ella». Me dije esa vez. Tratando de huir a la muerte, me embarqué en buscar vida dentro de mí.

Y allí, en ese noviembre del recuerdo, me hice un primer tatuaje ─el que olvido con facilidad─ en mi espalda inhóspita. Un tatuaje que era como especie de puente entre ese otro allá que dejaba, y este otro que quería vivir, reencontrarse, amarse, tal vez.

Foto ya usada
Y luego llegaron los otros: una mano en la espalda, una boa que se tragó un elefante, una frase en el trapecio, una cruz en un brazo y en la costilla, una flor en el otro brazo, un león en la pantorrilla, una palabra en la cabeza, en el pecho y en el cúbito, una estrella en el tríceps, un astronauta en un brazo y una frase de Vida Eterna en el otro brazo; son 14 ─hasta ahora─ aunque no sé si mis cuentas dan en este escrito.

El cambio interno estaba fuera de mi alcance; y creí que haciendo lo exterior podría catapultar ese ser inmaterial. Fui al gimnasio ─hasta el punto que algunos me reclamaban─ casi todos los días, cambié cómo comía, comencé a tener dos aretes que nunca pude ─ni hubiera podido─ tener en mi juventud veinteañera. También me quería ver distinto: compré ropa distinta con la que me gustaba verme al espejo ─ver que era más allá de lo que fui─, aprender a sonreír distinto en las fotos: atreverme con un par en alguna red social.

Cambios.

Cambios que fueron importantes y que no fueron fáciles porque suponían, de vez en cuando, una especie de muerte a alguien. Ahí, vinieron los demás: algunos no me entendían de qué hablaba, no comulgaban con lo que pensaba; me volví un ser más solitario ─un solitario que se camuflaba entre la gente mientras bailábamos o salíamos a comer (quizás hoy todavía)─.

Y amé más a mis amigos. Y, quizás, abandoné ─y me abandonaron─ a otros.

Mi amigo, el del principio, lo dijo con la certeza de quien habla y no entiende sus alcances. Y yo, con el temor de la vida, me alegré justo antes de enfrentarme al temor de lo que significa: mi adiós y su adiós disfrazado de esperanza.


martes, abril 25, 2017

NO SER

Publicado por Yo soy Escribidor |

«"Ser fiel a uno mismo" es la infidelidad infinita; y "ser uno mismo", la continua limitación».
Henderson, G.



Recuerdo estar en el colegio y que fuera habitual escribirle a los compañeros ─entre tantas promesas de amor por siempre y demás─ Nunca cambies. En ese momento, quizás como reforzando quiénes éramos en nuestra adolescencia, nos resultaba cómodo ─no esperanzador, porque, en mi caso, no tenía la noción de esperanza alguna─ que ciertos amigos no cambiaran; no sé si nos referíamos a quedarnos en el letargo de una edad imposible y de unos problemas que no existían. Era mi época. 


Hace algunos días, uno de mis mejores amigos me mandaba un par de cosas por wasap que, del todo, no son de mi interés o que, simplemente, yo estaba pensando en otro asunto (los amigos nos mandamos cosas tontas, lo sé). Sin embargo, en un momento del asunto, yo me perdí en mis pensamientos y recordé el tránsito que él ha recorrido de unos meses para acá, incluyendo un par de lejanías obligatorias y su ahora. Yo, quizás sin la malintención con que se pudiera leer, pero sí consciente de lo que veía de él, me atreví a decirle: «Has cambiado».

No obstante mi frase, mi sorpresa llegó cuando él, en diatriba violenta, arremetió: «tú eres peor...», y justo ahí, sin esperármelo, agregó dos adjetivos que no vienen al caso, pero que sí dejaron claro qué piensa de mí detrás de la cortina. 

Allí mismo, yo le pregunté en ese tono de aliteración: «¿te hace bien decirme cosas así porque dije que has cambiado?». Y él fue tajante al afirmar con su anáfora que «me hace lo que te hace a ti». Sus palabras. Después tuvimos un par de intercambios más tratando de llegar a un punto. Hasta ahí sus pronunciamientos no fueron catastróficos para mí; sin embargo, con el paso de las horas, y en la reconstrucción del asunto, me fui sintiendo algo contrariado. 

Y creo que él tiene razón en lo que intentaba decirme: él sigue siendo el mismo. Él no ha cambiado. Quizás yo sí. No hay buenos ni malos en el asunto. Ha mejorado ─o crecido─ y eso lo confundí con un cambio más profundo, pero no es el cambio que él pensó leerme y que yo resemantizo. Yo he cambiado, y pienso que así debe ser para mí: no pretendo ser el mismo en cada día, aunque no parezca; quiero re-hacerme con el pasar de los días; de absolutismos y esperanzas falsas ya me he ido despejando para no tener que reencontrarme con el mismo yo todas las veces: yo no quiero ser fiel a mí mismo si eso supone ser un manojos de lugares comunes. 

Yo, al igual que antes, me miro al espejo y veo mis cambios sobre mi cara, pecho, pelo, esternón, ojos, vida, existencia, temperatura, angustias, verdades, secretos... hasta mis dientes, mis uñas escondidas, mi vello que no está, mis vueltas en la cabeza ─con los pájaros que anidan─ y los recortes de papel periódico que ya no leo. Y quiero poder reconstruirme y que a mis cercanos también me los vaya encontrando en el Camino transformador, y seguros que han cambiado, así implique el error y la vergüenza. 

Con tanta agua debajo del puente de la vida, quedarme en la otrora adolescencia de nunca cambies es una involución que no debería permitirme. ¿Que si soy mejor ahora que antes? No lo sé, pero sí quiero verme a los ojos y saber que ahí hay alguien a quien amar, sin que se me impongan que sean sin pasos falsos, porque la vida y la Vida ─para entendidos en mayúsculas─ posee pasos falsos, y tal como respondí: ya fui curado de esperanzas falsas ─o lo estoy haciendo con todas las teodiceas macabras─,  tengo mejor fe anterior a esa predicación*, o eso pretendo. 




*Monja Guerrillera. 

viernes, abril 07, 2017

Desorden de una pieza

Publicado por Yo soy Escribidor |

«Quitar los escombros dentro de lo posible;
porque también habrá escombros que nadie podrá
quitar del corazón y de la memoria»
|Benedetti, Primavera con una esquina rota|

No he podido arreglar mi cuarto. Es cierto: hay batallas que fueron más durables en las que he salido victorioso, pero mi cuarto me está venciendo en su desorden por estas largas semanas. Siempre le he había ganado la partida de manos cruzadas.  Por supuesto sé que el asombro de los demás es evidente porque es imposible no pensar en que me gusta cada cosa en su sitio: libros, ropa, cama, mesa, cuadros, zapatos; no obstante, he perdido de hace un tiempo un par de encuentros.
Desorden

Los zapatos fueron siniestros. Mi amigo C sabe que nunca he podido con el orden de los zapatos ─es un secreto entre los dos─. Intento esconderlos pero es lo único que he ido aceptando poco a poco. Para ello, cogí una caja de cartón y ahí los iba metiendo: los grises, las botas, los negros, los tenis azules, los otros; pero sin saber cómo, los zapatos aparecían en desorden en mitad del cuarto, como con vida propia, uno encima del otro fuera de la caja de cartón. De eso, me fui acostumbrando. Luego llegaron medias que nacían y nacían como una plaga que se resiste a morir en el campo. 

Sin embargo, no he podido con lo otro: mi orden es necesario y me gusta: grande, mediano, pequeño, camisillas, blancas, grises, negras, colores pastel, camisuéteres, mangacortas, mangalargas, cuadro uno, cuadro dos, cuadro tres; es un orden que me apasiona y que me llena de logros internos. Pero se han burlado de mí de un tiempo para acá. Se burlan porque al despertar en la mañana se riega la ropa de la angustia hacia el suelo, se aturden los libros y los cables, se enreda el orden de los libros acumulados por leer.

Tanto tiempo acumulado para esto: para que me gane un sobrecama deshecho y un pantalón gris en una silla vieja. Tanto esfuerzo por años para evitar que alguien ponga un vaso de agua sobre la madera, para que la ropa limpia se mezcle con la sucia. Tanto evitar las migas de pan en el piso, huyendo de las hormigas que atacan mi vida, para que los ratones hagan fiesta con mi insomnio mirando al techo descubierto. Tanto crear un estante encima para que el libro de cuentos, a final de cuentas,  repose en tierra, y el volumen del radio suene más alto de la cuenta. 





lunes, enero 02, 2017

NUNCA FUI FAMOSO: ÚLTIMA PARTE: UNA SELFI DE ADIOSES

Publicado por Yo soy Escribidor |

Quizás mis motivaciones de vida cambiaron y necesitaba enfocarme en la docencia. En ese nuevo camino largo que no decidí, pero que decidí al tiempo, y donde buscaba una especie de puesto en los días, que no me contara como uno más en la historia humana. La docencia ya me mostraba sus dos caras: la satisfacción de decir verdades a los otros, y la frustración de no ser comprendido.

Así fue como me gradué de licenciado en Español y Literatura. Y el camello siempre estuvo duro, pero me las arreglé haciendo correcciones de estilo que me salían por ahí, y me permitían, por lo menos, comerme, de vez en cuando, un perro caliente o tener para los buses. No podía encontrar un trabajo más estable y, menos, pretender ser un famoso que no sería nunca. 

Sin embargo, recibí un par de llamadas de un amigo que estudió conmigo. Él es (¿era?) promotor y animador de lectura en Comfamiliar. En realidad, hasta ese momento, no tenía claro qué hacía él por la vida o de qué forma uno se gana plata leyendo cuentos infantiles, pero me instó a llevar mi hoja de vida en un diciembre frío, al Centro Cultural de la empresa, donde está la biblioteca. Él me indicó por quién tenía que preguntar. Dejé la hoja de vida con temor, acaso las malas experiencias de antes. Confieso hoy que, dentro de mí, esperaba no quedar en algún trabajo que me sacara mis nervios más íntimos. Por lo menos, ese diciembre, estuve tranquilo sin recibir respuestas. 

Venido el 2015, en ese enero, recibí la llamada a una entrevista laboral. Con miedo, fui. Al llegar, también había alguien más: una muchacha de apellido alemán que la gente siempre pronunciaba de manera errada. Con ella, iniciamos la entrevista que, terminó siendo, tal como nos previno mi amigo, una prueba de lectura para niños. Hoy, al recordar, y con la experiencia que adquirí, creo que no lo hice tan bien; no tenía experiencia y no creo que haya brillado; sin embargo, ya estaba hecho  mi trámite para ingresar. 

En ese trabajo amplíe una parte de la educación que, aunque no desconocía, la pude tocar: barrios en sitios de difícil acceso, sectores marginales, pueblos olvidados, niños con diferentes necesidades básicas, pero siempre, ganas. Tenía un colegio en el barrio La Paz ─una ironía─ y en Malambo ─con Arturito: un alumno indisciplinado que nadie daba mucho por él, pero que demostró ser el mejor y mi favorito─. Tenía lecturas no convencionales en empresas donde hacíamos unas pausas activas fantásticas ─mi amiga de apellido raro terminó siendo la dupla ganadora de esto─. Tenía lectura a niños que habían delinquido, en una fundación, los días miércoles. Tenía, así mismo, un club de lectura increíble los día sábados en La Playa. También, los viernes iba a un colegio con niños con necesidades educativas especiales. Al principio, igualmente, me tocó ir un par de veces a Usiacurí; era un viaje tedioso, largo, caluroso y, hasta cierto punto, frustrante. Ir allá me generaba uno de los temores que he ido superando con los años: quedarme para siempre en un sitio lejano en el que no quiero estar. Tenía, todos los días que iba allá, la angustia de no poder regresar nunca a Barranquilla. Gracias a Dios, duró poco porque me lo cambiaron en un colegio en el barrio Por Fin, aunque, para bien o mal, las condiciones académicas y de vida era sumamente precarias. Allí, como dato curioso, tuve un alumno que se llamaba Will Smith Martínez. 

Este trabajo, al que entré desconociendo todo, me permitió, durante ese tiempo, poder leer literatura infantil. Para mí fue uno de las cosas que logré sentir como un aporte significativo. También, este trabajo requería actividades diarias, preparación de actividades y eventos importantes. De estos, recuerdo poder, en la clausura, hacer una gran obra de teatro con los niños con necesidades educativas especiales que, anteriormente, nunca se había hecho, porque se suponía que esos niños "no daban pa' eso". Fue gratificante. O la representación del poema "Canción del Boga Ausente", hecho por los niños de La Paz: un colegio afro donde conseguimos a unos niños fantásticos de alegría. 

Y yo: Un día antes del evento, mi jefe me dijo que yo sería el presentador. Nunca en mi vida había sido algo similar. Mis hermanos y mi papá, al parecer, tenían más talento que yo en el dominio del público y de la alegría hacia los terceros. Yo no. Yo, hasta ese momento, era un don nadie en los sueños anteriores. Aun así, accedí porque supongo que me tocaba. Fueron cuatro días de largas jornadas, de hablar sin parar, de animar, de divertir y de tomarnos una selfi para el recuerdo con cada colegio. 

Fama efímera

Recuerdo que la gente, con los días, me felicitaba porque, al parecer, lo hice muy bien o, tal vez, mejor de lo que yo mismo pensé. Fueron gratos momentos donde descubrí que tenía una especie de talento que había privado por otras cosas. A este trabajo le debo este asunto. Semanas después, en un bus hacia algún lado, me di cuenta que nunca, del todo, quise ser un actor, sino, venidas las superficialidades, famoso de cualquier forma. En esas reflexiones estuve meditando, casi con pena, cuando pensaba que había disfrutado mi esfuerzo diario de alegría por los cuatro días de esa clausura, ya ahora en la memoria. 

Pero mi fama duró poco, porque mi último mes de trabajo, allá en el Centro Cultural, estuvo plagado de dimes y diretes que fueron  malentendidos. Mi jefe, según veo, tuvo temor de mí, quizás, pienso yo, hablé de más; y ella, con poca interpretación, dejó malas referencias mía. La gran jefe ─la que mandaba a mi jefe─ me llamó un día a su oficina, y, apelando cambios en la empresa, me dijo que mi contrato no se renovaría. Claro, habló de mis bondades, de mi talento, de lo emprendedor que fui, y de todo lo que aporté a la empresa; luego, el adiós en víspera de Navidad. Al escucharla pensé que, si era tan bueno como decía, por qué me echaba como un perro y con mi voz entrecortada, y allí también un sueño de poder ser, más adelante, alguien famoso en el mundo. 

Me dijo que era tan bueno en mi trabajo, que no dudaba que conseguiría un trabajo. Y yo, con mi cara bien puesta, le dije que lo sabía, que vendrían cosas mejores... pero mentí: no creí que vendrían cosas mejores ni que conseguiría un trabajo similar, por lo menos, al término de lo que dijo. 

Y en ese año que siguió nunca fui famoso. Y no lo he sido. Y hablaba una voz que me decía que nunca lo sería, y nunca lo seré. Y que no hay posibilidades de fama fuera de las que me invento. Y que hay voces que no se acallan en la madrugada todavía porque me tiran en la cara que debí escoger el camino de mi niñez, por encima de los prejuicios y por encima de lo demás inventado. 

No, nunca fui famoso. Y si lo soy, espero que no me quite el sueño. 


Primera parte
Segunda parte
Tercera parte