Me dirijo a un pueblo a trabajar.
Cojo un colectivo –de esos que bajan por la catorce, que son más baratos-. No
aguanto el calor ni la cercanía de las pieles ajenas. Sudo sin reparo. No hay
tranquilidad ni comodidad, pero así es el trabajo.
En la catorce, mientras el
colectivo pasa, se detiene en una calle para que otro carro siga: es el carro
de mi papá. Su carro amplio, sin mancha de calor, ni la cercanía en un momento
de sudor. Él nunca se enteró que yo lo vi. Ni siquiera, pienso, recordará ese
día normal; pero yo, desde mi nefasto vivir, lo veo pasar, y veo que pasa el instante que no tengo.
Tweet |
1 ¡Ajá, dime qué ves!:
Hay caras de las que seguimos acordándonos, a pesar de que sus dueños nunca nos conocieron, y hay episodios que, aunque compartimos con alguien, sólo nosotros recordamos. El destino parece gustar de esas asimetrías, que deben agravarse en nuestra impresión cuando el implicado es una persona cercana. Al vivir un episodio como ese, yo no puedo por por menos de sentir que estamos más incomunicados de lo que pensamos. Quizá esa paranoia se deba a que, en mi experiencia, la distancia física rara vez no fue un anuncio de la distancia emocional.
Un saludo,
L. E. R.
Publicar un comentario
Porque al que se le conoce hoy como profeta se le llamaba vidente: