Hoy tuve imaginaciones extrañas.
De alguna forma me ayudan a caminar y andar por la ciudad. Hoy tuve
imaginaciones extrañas mientras veía el sonido de los carros y oía su andar con
velocidad desprevenida. La gente, tan extraña a mí, no podía sino observar cómo
puse los audífonos mientras sonaba la música. Me imaginé que en realidad nunca
puse nada en mis orejas y que, en un ataque de esquizofrenia, escuchaba música
que venía de algún lado desconocido, del cielo –quizás-, de Dios. Pensé que así
podría hablar Dios sin que los demás pudieran saber qué me dice. La música
seguía sonando y sé que los demás me veían, pero tenían demasiado con sus
propias vidas.
Y suena la música y me imagino
que no viene de un aparato ajeno a mi humanidad, sino de una parte de mi
cerebro que reproduce canciones con armonías perfectas, acordes sinceros y
voces desconocidas.
Y suelo mirar a los otros, esos que no escuchan
las maquinaciones musicales de mi mente, y siento pena por ellos. Siento pena
genuina por no escuchar, no sólo una canción en especial, sino porque siguen en
la misma dimensión de la cual huí por cortos minutos. La dimensión de esos
carros andantes, de los vendedores esforzados y del ruido humano; quizás el del
dolor.
Hoy tuve imaginaciones extrañas
mientras sonaba la canción y aquellos me miraban con el dejo de la
indiferencia. Y yo me sentí dichoso al saber que no podían escuchar una voz
divina por encima de un aparato electrónico.
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2 ¡Ajá, dime qué ves!:
Que Dios cante y nosotros bailemos. Perfecta comunión.
¡Excelente!
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Porque al que se le conoce hoy como profeta se le llamaba vidente: