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lunes, julio 24, 2017

ANÁFORA DEL CAMBIO

Publicado por Yo soy Escribidor |

Cuando mi amigo me dijo que necesitaba cambios en su vida, me alegré sinceramente. Sonaba como quien sabe que tiene una esperanza para continuar cuando ya se ha golpeado muchas veces con la misma piedra. Me alegré sinceramente hasta que la alegría se fue, y se convirtió en algo que no definí, que no podría saber cómo se llama o qué. ¿Nostalgia? ¿Tristeza? ¿Melancolía? No sé cuántos sustantivos abstractos se necesitan para denotar algo que palpo más allá de mis pensamientos.

Y me fui lejos. Cambios. He hablado tanto de ellos que ya parece invariable el tema. Y me fui al momento de mis cambios recientes ─porque en la vida, después de todo, uno es la suma de muchos ires y venires─. Fue en ese noviembre de 2013 cuando después de acumular dolores y terquedades, dije adiós. No fue una despedida fácil. Fue una decisión consciente sobre el borde de una silla, esperando si iba a ver días después de ese instante. Si se iba a detener el tiempo y que todo se fuera al fin. ¿Qué había luego? No lo sé; sin embargo, mi adiós era necesario después de no encontrarme yo mismo en mi propia libertad, en mi vida y demás. Ese día, mientras transitaba por la ciudad, supe que había llegado, así de golpe, los cambios. «Necesito una nueva vida. Cambios en ella». Me dije esa vez. Tratando de huir a la muerte, me embarqué en buscar vida dentro de mí.

Y allí, en ese noviembre del recuerdo, me hice un primer tatuaje ─el que olvido con facilidad─ en mi espalda inhóspita. Un tatuaje que era como especie de puente entre ese otro allá que dejaba, y este otro que quería vivir, reencontrarse, amarse, tal vez.

Foto ya usada
Y luego llegaron los otros: una mano en la espalda, una boa que se tragó un elefante, una frase en el trapecio, una cruz en un brazo y en la costilla, una flor en el otro brazo, un león en la pantorrilla, una palabra en la cabeza, en el pecho y en el cúbito, una estrella en el tríceps, un astronauta en un brazo y una frase de Vida Eterna en el otro brazo; son 14 ─hasta ahora─ aunque no sé si mis cuentas dan en este escrito.

El cambio interno estaba fuera de mi alcance; y creí que haciendo lo exterior podría catapultar ese ser inmaterial. Fui al gimnasio ─hasta el punto que algunos me reclamaban─ casi todos los días, cambié cómo comía, comencé a tener dos aretes que nunca pude ─ni hubiera podido─ tener en mi juventud veinteañera. También me quería ver distinto: compré ropa distinta con la que me gustaba verme al espejo ─ver que era más allá de lo que fui─, aprender a sonreír distinto en las fotos: atreverme con un par en alguna red social.

Cambios.

Cambios que fueron importantes y que no fueron fáciles porque suponían, de vez en cuando, una especie de muerte a alguien. Ahí, vinieron los demás: algunos no me entendían de qué hablaba, no comulgaban con lo que pensaba; me volví un ser más solitario ─un solitario que se camuflaba entre la gente mientras bailábamos o salíamos a comer (quizás hoy todavía)─.

Y amé más a mis amigos. Y, quizás, abandoné ─y me abandonaron─ a otros.

Mi amigo, el del principio, lo dijo con la certeza de quien habla y no entiende sus alcances. Y yo, con el temor de la vida, me alegré justo antes de enfrentarme al temor de lo que significa: mi adiós y su adiós disfrazado de esperanza.


2 ¡Ajá, dime qué ves!:

Jubeis Díaz dijo...

Cuando sucede esto, especificamente este cambio, es el único momento de la vida que puedo considerar una evolución. Se pasa a otro estadio, mejor sin duda, pero mucho, muchísimo más difícil, más denso, más concienzudo y a veces más miserable, se pasa a ser uno mismo.

El Principiante dijo...

Me abandonaste a mí, por ejemplo. A mí que no hice más que creer en ti aun cuando te volviste al mundo y te convertiste en coleto.

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Porque al que se le conoce hoy como profeta se le llamaba vidente: