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miércoles, marzo 30, 2022

EL TIEMPO SIN DARME LA RAZÓN

Publicado por Yo soy Escribidor |

 Cada tanto me preguntó qué tan buena persona soy. Por años, detrás de una estructura, me veían con reservas porque cualquier anomalía les parecía una contradicción ética. Por mi parte, mi interés tenía que ver con otra forma de teologar o de ver la vida, no sé. Siempre pensé que se podía ser libre y amar a Dios.  Recuerdo que cuando mi hermano y yo íbamos en pantaloneta a la iglesia, siendo de esos primeros que no llevaban ropa de reverencia, nos miraban con el desprecio de los que se creen mejores. 

Con el tiempo, pasó a otras esferas más íntimas: los papás de mis discípulos de iglesia, los consiervos, los líderes de mis amigos, los pastores, los ministros, todos, tenían argumentos para decir que yo no era una buena persona o una grata influencia. 

Esa lucha la veía como una posición heroica. Un acierto que estaba dispuesto a asumir porque detrás de mí había algunos jóvenes que me veían con esperanza. Sus padres me observaban como un enemigo, pero yo siempre procuré hacer puentes con ellos. A veces me agradecían, generalmente tenían reservas. Mis discípulos, por su lado, solían defenderme con ahínco, me amaban más de lo que creo que merecía; digamos que habíamos encontrado motivos para seguir vivos y ellos lo sabían, aunque el resto no. 

De todos esos malos momentos (un centenar en 20 años), recuerdo ahora dos que fueron casi iguales: un líder ─o dos, cada uno en su tiempo─ le pedía a su discípulo ─que era mi amigo─ que no podía tener amistad conmigo porque yo no era de fiar. Los motivos son ahora una sombra que no veo con facilidad. Los dos escenarios ocurrieron diametralmente opuestos: uno decidió seguir su vida sin mi mala influencia (a pesar que le duró poco su arribismo); y el otro dijo que yo era su amigo a cualquier precio; todavía hoy agradezco ese acto que no era habitual. Lo agradezco y me avergüenzo.

Cuando inicié una vida fuera de la estructura, pensé que esas taras mentales habían llegado a su fin. No fue de esa forma porque las nuevas amistades suponían siempre que yo era algo cuestionable (aunque tengo amistades valiosas en las que sus familias me aprecian). Pensé que la vida fuera de la estructura era más placentera en las relaciones o, digamos, no estaban los prejuicios religiosos. Sin embargo, empecé a ver cómo algunos padres impedían que yo me acercara a mis amigos por motivos que ─ahora pienso─ eran más estéticos que otra cosa. 

Al llegar a este punto de la vida ya empecé a ver ese heroísmo como un fracaso. En la iglesia era entendible una lucha, pero ¿fuera? Esa batalla de la fe me agotó poco a poco y me hizo sentir tonto. Me fui alejando de todas esas posturas conflictivas, en especial porque el duelo de la defensa, en este tiempo, me produce una angustia más esencial.

También sé que, en últimas, el tiempo me dio la razón con la mayoría de gente. Es algo que quisiera agradecer, pero miento al decir que siento satisfacción. Por el contrario, lo veo como un gran fracaso: no sé si valió todo el tiempo que fui atormentado para que el mismo tiempo, luego, me diera una razón. ¿Valió la pena? No lo creo. No recojo esa confirmación de mi teologar como un triunfo, sino con un corazón acabado. Hubiera preferido, a la altura de esta vida que habito hoy, pensar en retrospectiva más con anhelo, en lugar de pensar para llenarme de argumentos para decirme todo el tiempo que no soy tan mala persona y que la gente me juzgó y me juzga con un odio desmedido. Ni siquiera puedo decir que lo lamento por ellos porque parece que nada me devuelve el tiempo agotado, aunque este insista que yo tenía la razón. 


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