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sábado, febrero 13, 2021

LA VIDA ES UN CARNAVAL O ALGO ASÍ

Publicado por Yo soy Escribidor |

Para la Puntica
 La foto de este escrito fue en 2018. Fue en un sábado de carnaval. Ese día fuimos a La Puntica, un sitio que se parece a un bacanal griego donde uno le da rienda suelta al baile y a la alegría. Ese año era la primera vez que íbamos y fue, sin duda, una experiencia que excedió mis expectativas. Fue, para mí, un mundo carnavalizado que se alejaba un poco de otra forma de hacer carnaval. Había tanto color y brillo y tanto que ver que me hicieron falta dos ojos más para procesar el gentío que se agolpaba en una calle por Barrio Abajo. 

Sin embargo, me sentía profundamente deprimido. Ya había visitado varias veces a la psiquiatra y ya estaba en un proceso de pastillas que me insistía, desde mis adentros, que la cosa iba a mejorar. Me sentía en el sinsentido de la vida, aunque, tal como me dijo la psiquiatra, tenía el pelo pintado de mono y estaba en un buen momento físico. 

Entendí que una cosa no tiene que ver con la otra. Ese día ─como todos los que siguieron─ salí de baile con mis amigos. Una cosa no tiene que ver con la otra: el Carnaval era la excusa frente al dolor indescifrable de vivir, o, por lo menos, eso pensé yo. García Márquez ya había dicho alguna vez que la gente del Caribe somos las personas más tristes del mundo. Quizás. Y tal vez por eso, pienso yo, la profunda agonía que sentía no me diluyó las ganas de bailar. Y a pesar de que cada día transitaba con calma, con pasos lentos y con ojos de agua salada, me propuse andar un día cada día por todos los días. 

En Barranquilla todos hemos sido permeados por el Carnaval, incluso aquellos que dicen que nos les gusta, o  como otros que, como en mis épocas de iglesia, prefieren irse lejos. El ethos nos dice que el barranquillero, por definición, es libre. Siente que no le pertenece a nadie. Es un asunto que hablarían mejor sociólogos que apelen a que nadie nos libertó o que nadie nos fundó: somos, por definición, hijos del río y del mar: indómitos, alegres, turbulentos, epigenéticamente carnavalizados. Y es por eso, también, que nos diferenciamos de otras zonas del país: nuestras realidades están atravesadas por lo que significa ser hijos, además, del Carnaval: dueños de nadie, dueños de todo. 

Pero en este año, donde ya no me alcanzó la depresión con tanta fuerza ─porque vinieron mejores cosas─, la tristeza de una negación despiadada invade la ciudad. Recién ayer, que fui al Malecón, con su brisa fría y su violenta realidad, un aire de desconsuelo invade el lugar: vi al man que patinaba con un disfraz de marimonda, vi a una muchacha sobre su cicla que estaba enmaizenada, vi a las mujeres con tapabocas de negrita puloy, vi a los manes con sus hijos con camisas de Quien lo vive es quien lo goza. Pero, nada, estamos aquí, encerrados en la nada ─incluso para esos que se iban lejos en estas fechas, tristes en sus casas, hijos de la Libertad aunque no lo quieran─, frente al televisor viendo Netflix, o pidiendo algo a domicilio, o en una fiesta escondida en un patio, o resistiéndose a la idea de que el lunes debe continuar la vida, que no muere Joselito este año porque este año no revivió para morirse el martes, y que no hay nada que perdonarse tanto para ponerse la cruz de ceniza el miércoles. Nada. 

Es que también por estas fechas, la ciudad se burla de la Muerte y siempre gana la Vida cuando suena el chandé «Te olvidé». ¡Ah! Este año no fue. Como decía el Joe, que se oye a lo lejos mientras escribo, y que hoy es mi súplica frente al caos: «Techo, cae, techo»




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