Resulta que llegó un man a decir que nos habíamos ganado un obsequio con Claro. Preguntó por mi mamá porque el servicio está a su nombre, pero salí yo porque soy quien está pendiente de ese pago y porque la tragedia familiar había llegado como un espanto a plena luz del día.
Salí yo a preguntar qué se le ofrecía y resulta que el man me aseguraba que Claro nos había mandado algo, pero que esta empresa —la de domicilios— no estaba segura de que hubiera llegado; el man era, según dijo, un supervisor.
Recibí una hoja donde estaba la firma de mi mamá. Comprobé que no era su letra o la mía para justificar el obsequio que no recibimos. Eso dije: que no era nuestra letra y que desconocíamos el papel, la letra, el regalo y los porqués.
El ahora supervisor me dijo que eso estaba pasando: se mandaban los obsequios y los domiciliarios se andaban quedando con ellos, por eso le tocaba supervisar. Aseguró, luego de un fuerte refuerzo acerca del sitio donde trabajaba, que iba a tener mi regalo, «Ese es mi trabajo», dijo.
Me dio un teléfono y me dijo que llamara; era, según dijo, el de la empresa donde trabajaba; me dio, además, su número personal por razones que desconozco. Debía llamar a la empresa para decir que no recibí de Claro lo que el supervisor decía que debí recibir. Llamé.
Me contestó alguien que aseguró ser el gerente. Estuvo atento a lo que yo le decía. Me pidió la dirección de mi casa y apuntó un par de cosas que no puedo imaginar qué eran. Le pedí su nombre y me noté, casi con autovergüenza, que yo tenía un raro entusiasmo por el regalo: «Es una crispetera y un paquete de crispeta», aseguró.
Me imaginé un electrodoméstico que no necesitaba, pero que sería increíble para las crispetas que no hago para ninguna película.
Con las horas, olvidé el asunto, pero regresó a mi mente en la noche cuando, en un ataque de sensatez, decidí averiguar por la empresa de domicilios. No encontré número telefónico en Barranquilla; la sede estaba en Bogotá y, al llamar, no era horario hábil: la voz de máquina repetía como un rosario sin fin las opciones para hundir la tecla 1 o la tecla 5.
Empecé a pensar si no era todo un fraude y un intento de atraco. Recordé que unos días antes, mientras venía de la tienda, noté a un parrillero de una moto que señaló mi casa como en sentencia en un circo romano, y tuve miedo.
Me empecé a hacer preguntas: ¿De dónde a acá Claro me daría algo si nunca lo había hecho? ¿Por qué si el supervisor era justo eso tenía que ser yo quien reportara la inconformidad? Si su trabajo era ese, ¿por qué no lo hacía él? ¿Por qué, de manera sospechosa, reforzaba que era supervisor de una empresa de la que no conseguí teléfono en la ciudad? ¿Por qué el propio gerente me contestaría el teléfono? Recordé que, en realidad, nunca leí el papel y que solo vi la letra para desautorizar su autenticidad. Se me vino a la mente que el supervisor halagó mis tatuajes y que su voz, ahora llevada por mis prejuicios, me hicieron dudar de ese hombre.