“En cuanto uno entra en el mundo del trabajo, todos los años se parecen. Los únicos acontecimientos que quedan por vivir son médicos… y ver cómo crecen los hijos.”
Michel Houellebecq
El asunto de la paternidad, en mi caso, es un asunto serio. Considero que tuve una infancia (si los recuerdos no me atropellan) normal y, de lo que llamaríamos, feliz. Cuando fui creciendo noté que muchas cosas no son como uno cree porque uno guarda recuerdos infantiles bajo la mirada de la utopía. Sin embargo, prefiero seguir creyendo que fue, dentro de lo que cabe, buena.
No obstante, hablando de paternidad, siempre ha sido una debilidad en mi vida; ha sido así la mayor parte del tiempo. Mi papá, al que llaman el Pibe -porque presume una maraña de pelos indescifrables-, nunca ha sido lo que quizás yo he necesitado o querido en el asunto de la paternidad. Por una época- ya innombrable-, no teníamos ningún vínculo de afecto o cordialidad, ni siquiera de palabras de saludos o de aprobación, tampoco frases de familiaridad; simplemente éramos dos extranjeros con diferentes lenguas, unidos sólo por el dinero manchado de indiferencia.
Mi papá no pudo quedarse quieto con su sexualidad, y pronto el adulterio arribó a mi casa dando malos años y una pronta separación no legal, cargándonos con un peso que iría corroyendo las bases del edificio, cual hormigas en la familia Buendía a punto de desaparecer. Ahora que ha pasado mucho tiempo, veo en él alguien que sin querer optó por irse de la casa sin avisar, optó por dejar vacío su cuarto (no sólo el físico), y aparecer de vez en cuando, cuidando y dándole a su otro nuevo hijo aspectos de la paternidad que no recibí.
Necesito un padre. Pero no un padre para el ahora; sin querer El Pibe, con sus años que le caen encima (bueno, se operó ahora los ojos; tendrá ojos de pelao), se ha convertido en alguien más allá de la plata, es un buen tipo después de todo, cansado de la soledad, con más penas que glorias, con chistes e idas a ver al Junior; pero en este espacio cronológico, a mi casi indecible edad, lo que necesito es un padre de mi infancia, de mi niñez y sus traumas, del niño temeroso que necesita alguien que lo besara en la frente y le diera seguridad. Hoy no lo necesito como adulto, ya no tengo el temor de la oscura noche ni de abusos, ni de caídas en bicicletas; es volver a esa época remota de raíz disfuncional que no encaja en mi mente a ratos.
A veces veo a H. y tengo la verecunda sensación que él podría serme paterno. Es extraño que nuestras diferencias de edad sean menores a los cinco años; aún así, cuando lo escucho hablarme, cuando le veo los ojos, un destello paternal se asoma. Me da pena aceptar este hecho, lo pondré aquí pero negaré todo el tiempo que yo lo escribí.