“Ningún pentecostés de alas
ardientes desciende
sobre mí”
Olga Orozco
Tengo,
entre los libros que poseo, algunos que, sin duda, salvaría de un potencial
diluvio. Diré sólo dos que son muy importantes para mí. En primer lugar,
salvaría una versión usada que tengo de Rayuela que me regaló mi amiga Jubeis.
Este libro lo salvaría por el peso emocional con el que lo recibí. No se trata
tan sólo de Rayuela, sino de lo que ha llegado a significar este libro
destartalado -En este texto leo su dedicatoria, entre tantas cosas dice: “privilegiadamente
errante…” (hablando de mí), quizás por cosas de ese tipo-.*
Otro
de esos libros, que espero rescatar, sin temor a dudas, es “Sabactani. En el
final era el verbo”, de Eliana Gilmartin [sic].
Describir
lo que ha significado cada línea, cada verso, cada espacio, es poder asumir la
realidad de una humanidad descalza. Mi experiencia con el libro no tiene caducidad.
Allí encontré traducidas mis palabras. Allí pude descifrarme y descifrar al
otro. Allí pude acercarme al Dios en el que creo. Sí: puedo ver un Jesús
desgarrador, humano y mortal.
Cada
prosa poética es un canto a la existencia, a la intemperie; a descubrirnos
desnudos frente a la Vida, y frente a las inclemencias de continuar. Es poder
acercarme al Sabactani finito del Carpintero; y estar cerca, por supuesto, de
mis Sabactanis rutinarios: esos de mi
abandono.
Ya
sé qué es sentirse solo. También conozco las marcas con que lo tachan a uno. Ya
huí de la iglesia donde viví por tantos años. Ya sé qué es sentir que todos
tienes las respuestas a tus sufrimientos. Sé qué es mirarse al espejo y no
encontrarse allí. Y sé también qué es vivir en la periferia de lo que no
aplicamos. Ya vivo mi temor a la muerte, sin temor de que me maten los otros
por lo que pienso. Ya sé qué es no tener las respuesta frente al dolor de lo
que me han llorado cerca. Ya sé entender. Y sé qué es tener consuelo con los
abrazos que pido.
Muchos
me han preguntado por mi nuevo tatuaje: es el Cristo de San Juan de la Cruz, de
Salvador Dalí. El tatuaje es más grande lo que pensé, y yace en mi brazo
izquierdo. Ese cuadro es una estructura apasionante. Existe un ángulo
misterioso en el que la Cruz se extiende en una vertical inverosímil, pero que
juega con la visión y se puede apreciar una proyección distinta del crucificado.
Este Jesús no está en la tierra, no mira al cielo, no le conocemos el rostro,
no está en una completa verticalidad ni horizontalidad; es un enigma de
salvador. Es un Jesús abandonado en medio de la nada, que está allí sostenido,
mientras una apacible calma de pescadores ronda a la humanidad, debajo.
Ya
algunos me han dicho que por qué no lo hice con el Salvador no crucificado. O
que por qué no tiene el pelo largo este Jesús. O si, quizás, una crucifixión no
es demasiada. Siempre hay quienes le dicen a uno qué vivir, cómo hacerlo y, por
supuesto, qué tatuarse. Es cierto: hace algunos años no hubiera imaginado
soportar dolores innecesarios para un tatuaje; sin embargo, hoy día, todas
mis respuestas, y sentido de este escrito, se traducen en las palabras de Eliana,
cuando ella, hace algún tiempo, y manifestando el Sabactani jesuánico,
escribió:
«Gran teólogo Dalí.
»Su cabeza a la
altura de mis ojos. No lo mira dios sino yo. Yo ahí en el instante misterioso.
¿Por qué estoy ahí?
»Está
oscuro. Posiblemente pronuncie su sabactani pero sin dejar de mirar hacia
abajo. No mira a dios. ¿Ya murió?
»
¿Qué mira este Jesús que no dirige sus ojos al cielo como en las pinturas
tradicionales? y ¿Quién lo mira a él?»**
Quizás
por eso, y por más, ese libro lo he salvado de los diluvios que arrasan sin
reparos. Y, de paso, cada línea me ha salvado a mí de mis propias inundaciones
diarias.
*Asuntos que serán motivos de otras
entradas.
**Tomado de Twitter