A uno. A todos.
No vi consuelo, y no supe darlo enseguida: algunas palabras torpes que siempre salen como remedo de explicaciones de cómo debería ser la vida. Pero quizás no lo es. Mis palabras eran pocas, frente a las lágrimas del abandono. Eran modestas sobre el rostro, pero estaban brillando con afán sobre las razones de la vida.
Ahí te devolví un favor. Un favor que no me pediste: ahí intercambié mi llamada nocturna, de esa vez, donde lloré desde el otro lado del teléfono, y del otro lado de la desesperación. Allí lloré sin consuelo. Como quienes lloran cuando están frente al precipicio. Como a quienes se les acabó el último segundo de consciencia. Como quienes lloran para no volver a hacerlo nunca más. Y allí, en ese cruel momento, tu silencio fue una epifanía siniestra que se descifraba en el humo de mis sollozos.
Y ahora tú, frente a mí, con tus lágrimas. Y yo, con mi mano estirada oro por ti. No sé si para entender que hubiera un dios en algún lado; más bien, para que supieras que no estabas solo; que el dolor es compartido en medianos puntos sobre las íes.
Un consuelo sin serlo.
Un esfuerzo para vencer la muerte.
Un grito callado para darnos la mano para seguir.
Una lágrima que se seca.
Y una esperanza que se resiste a caer en el piso del olvido.
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Porque al que se le conoce hoy como profeta se le llamaba vidente: