Yo sé bien que te he
sido infiel,
pero eso casi en el
hombre no se nota.
Diomedes Díaz
En una reunión entre varios amigos fue normal que se
comenzaran a llamar «cachones». En el Caribe colombiano ─específicamente en
Barranquilla─, se constituye una ofensa llamar a otro «cachones». Sé, por
supuesto que, entre mis amigos, llamarse así puede ser una broma más que una
realidad. Sin embargo, meditando en este asunto, pude entender cómo los hombres
─quizás solo los de aquí─ pensamos al respecto.
Cachón es una
ofensa, como he afirmado. Al decirlo, en palabras castizas, se presume que hay
alguien afectado a quien una mujer le fue infiel. Pero es una ofensa porque el metamensaje
no es un acercamiento compasivo, sino uno de burla donde se presume que al
hombre «le fueron infiel porque no supo hacer bien su labor de hombre». En este
sentido, un cachón, y mucho más,
cuando se utiliza en una frase, pierde el valor de la infidelidad ocasionada, para ser objeto del odio masculino: «Si te dejaron ─y, por ende, eres un cachón─
fue porque ella encontró a alguien
que sí la satisfacía en algo en lo que tú no».
Quizás por ello es la ofensa: no por ser objeto de infidelidad,
sino objeto de la burla machista. Así, es fácil, en cualquier calle de la
ciudad escuchar: «¡Qué va, cachón!», «¡Usted es un cachón!», y todas las
variantes habidas y por haber, y que se susciten una lucha territorial de la hombría. Nadie dice,
por ejemplo: «¡Qué va, si a ti te fueron infiel!»; no, porque el mensaje no
radica en la infidelidad, sino en la falta del componente masculino para darle
a la mujer justo lo que se “merece”, en cualquier sentido que se nos ocurra. El
cachón, entonces, es una palabra que connota
una debilidad que el otro detecta, y
que puede tirársela en la cara, sea en broma o en serio.
Por otro lado, cuando el hombre es el infiel, el término más
utilizado es «cabrón», que, en otras cosas, en ciertos círculos de habla, se
sinonimia con alguien más aguerrido, fuerte, valiente. En suma, el hombre engañado ─cachón─ es la antítesis ¿ontológica? de
ese otro hombre en todo su sentido masculino ─cabrón─.
No obstante, la palabra cachón
no es igual cuando nos referimos a una mujer. Las mujeres de barranquilla no
son cachonas porque un hombre les fue
infiel. A ellas no se les ofende en su feminidad por haber sido engañadas,
quizás porque se presume que ellas
son más proclives a eso. Cuando a una mujer se le llama cachona, se intercambia la semántica de una mujer engañada a una
perversa y engañadora. En otras palabras, una mujer cachona no es víctima, sino victimaria. Aquí, cuando alguien dice:
«Esa vieja es una cachona», se
presumen entre los emisores y receptores el metatexto: es una zorra, puta,
bandida. La mujer no es cabrona tampoco:
no es per se aguerrida en asuntos de
infidelidad: es cachona, lo que para
el hombre es una muestra de dolor y vergüenza, para ella es una ligereza.
En este punto, entonces, a una mujer engañada, que ha sido
objeto de infidelidad, no tiene un término que la determine. Quizás no lo
necesite, es cierto; sin embargo, se comprende la invisibilidad a la que se
somete cuando es un hombre quien la engaña. Más allá del cachón o cachona, revela una forma de anonimato y subvaloración, incluso cuando se victimiza desde el
juego masculino. El hombre allí, desde el discurso desde siempre, revictimiza a sus pares y revictimiza ─mucho más─ a una mujer a quien se le fue infiel, engañada, pero que no se tiene con qué nombrarla desde el habla.
Techo caleño |
Y me someto, después de todo, a la burla de algunos de mis
amigos que empiecen a llamarme cachón porque
les parece este un texto que merece ese epíteto; quizás, como dice el Cacique,
en el hombre eso casi no se nota.
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Porque al que se le conoce hoy como profeta se le llamaba vidente: