“… y no aceptar jamás la opinión contraria, y las posibilidades
innegables de reírse como locos y sentirse por encima de la humanidad, doliente
so pretexto de ayudarla a salir de su mierdosa situación contemporánea”.
Rayuela, 44
El celular sonó a eso de la 1:30 de la mañana. Pudo haber
sido, pienso yo, casi las 2. A esa hora cualquier llamada suena a mal presagio.
Era Camilo. Angustiado por la hora, contesté sin dudar: “Amigo, ¿pasó algo?”
Algunas semanas antes, había conocido a Camilo quien, de un
momento a otro, se convirtió en mi amigo de tardes y noches, y como especie de
un oasis de soledad de otras ausencias. Un día, sabiendo yo que su trabajo era
sospechoso ─era un horario indescifrable que se resumía en estadías en su casa
todo el tiempo─, le dije que me acompañara a comprar unas telas para un
proyecto de negocio que íbamos a tener en curso.
Él aceptó. Me buscó esa tarde al colegio donde da clases
Jubeis; allí estaba yo recibiendo las últimas indicaciones en cuanto a comprar
tela. Asunto que, como se sabrá, no es de mi vasta competencia.
El mejor sitio para ir era William Chams, ese que queda en la
72 con 43. Allí, en medio de la comprada de tela, sin reparo de alguna clase,
él me miró como escrutándome sobre mis tatuajes, y con la astucia de quien
necesita un dos, me dijo: “Cuando yo te
veo, me dan ganas de hacerme tatuajes”. Y yo, complaciente en las promesas
a los amigos, le respondí: “Bueno, dale.
Un día nos hacemos uno juntos”.
Sin conocerlo mucho, en medio de las telas, me tentó: “vamos a hacérnoslo hoy”. Y yo con cara
de “eche, este man, ¿qué?” “¿Qué nos hacemos?” “Una cruz
chiquita, chévere”, dije yo confiando en la sensatez de las personas.
Además, ¿con qué plata uno se tatúa de un momento a otro? Yo descansando en el
criterio de los demás, me descuidé mientras lo vi hacer una llamada. De pronto,
como quien sorprende a alguien robándose un helado que guardó en su nevera, lo
escucho decir: “Pagó, qué. Treinta pesos
los dos… eso va”.
─Camilo ─le digo─ yo no me voy hacer tatuajes de treinta mil
pesos.
─No pasa nada, marica. Ese man tatúa bien.
Hasta ese momento, mi escepticismo ya tenía otro rostro. ¿En
qué cabeza cabe tanta irresponsabilidad? Pero accedí, por lo menos a acompañarlo.
Era una casa en Barrio Abajo que, en mi ficción mental, es
justo la casa como sería una donde venden basuco: una casa atiborrada de mucha
gente, en distintos cuartos que son piezas donde hay vidas distintas; unas
paredes oscuras, negras de la noche y otras oscuridades. Y las tristeza de la
gente… la tristeza de esa pareja que nos recibió con cara de necesidad de
salvación del caos de la vida; quizás una tristeza de la resignación de las
cuatro paredes.
Y, de pronto, como quien no quiere la cosa, como en una
especie de cirugía plástica ilegal, luego del dibujo sobre un papel viejo y
pegado en el costado de Camilo, el tatuador daba trazos. “Duele, marica”, decía mi amigo, aunque no parecía así mientras le
hacían la cruz al costado. “Camilo, no
estoy seguro de hacerme esto”. “Fresco”,
dijo y yo me confíe, antes que agregara: “…pero
si no te lo haces quedarás para siempre como un faltón”. Y en eso se basó
nuestra amistad: en idas y venidas de descréditos hacia el otro, en una forma
de querer basada en unas diferencias plenas, en el insulto de la mañana entre
el imbécil y el bruto que él odia, y en un par de groserías que me hacían reír
todo el tiempo; pero sobre todo en un cariño tácito que va más allá del código
lingüístico: la lealtad.
En medio de todo este caos que pasaba por mi
mente, llegó una muchacha a quien le habían hecho un tatuaje en días
previos, pero que ─quién sabe por qué─ se le borró dejando al descubierto un tatuaje anterior
que se resistía a morir; ella iba a ser tatuada nuevamente para borrarse los
rastros de los fracasos anteriores. Ella habló que había ingresado a un trabajo
en la Olímpica y que para la entrevista se escondió el tatuaje; por lo menos,
se lo tenía que medio arreglar. Era un caos que aumentaba mi ansiedad.
cruces de costado |
Cuando llegó mi turno, cagado del miedo, me aferré a la
posibilidad de la amistad como medida. Ignorando que ─lo que dicen─ el tatuaje
en las costillas duele mucho, y que era un rapidito ahí de rapidez rápido para
que se pasara el dolor. Sin embargo, qué poco sabía yo que ha sido el tatuaje
más doloroso que me he hecho hasta ahora; quizás, he pensado, es que me sentía
abrumado del sitio y esto desencadenó, incluso, una especie de temblereque que no podía contener. Dolió
y mucho: como media hora de angustia viéndole la cara al pendejo de Camilo que
decía que estaba quedando bien. Pero el
tatuaje quedó medio chueco en el travesaño horizontal. El de Camilo quedó
mejor; no obstante, dándome ánimos en mi insensatez, me dije todo el tiempo que uno paga lo que quiere.
Días después, cuando se los mostré a unos amigos ─con
historia incluida y demás─, ellos mostraron terror sincero y me alertaron de
todas las enfermedades a las que estuve expuesto. Había olvidado, con los días,
tales cosas. Llamé a Camilo a decirle mi temor que me diera una hepatitis u
otra enfermedad más grave. “Cálmate,
marica. Hasta tú mismo le preguntaste por las jeringa que si la cambiaba, y yo
soy cuidadoso con eso; yo estaba pendiente. No va a pasar nada”. Decidí
luego, calmarme un rato, pero no olvido ese dolor y que, irremediablemente, tendría
que tatuarme la mejoría, o que a más de uno le pareció raro que me hiciera un
tatuaje con un recién conocido.
Entonces, Camilo me llamó a eso de las 2 de la mañana; en las
horas de las malas horas, contesté: “Amigo,
¿pasó algo?”. Y él, con la seguridad que tienen los ociosos, me gritó con
furia, como si el mundo no estuviera durmiendo: “¡Vaya y coma, hijueputa!” Y me colgó en su acto irresponsable, y yo
con cara todo el tiempo de “eche, este man, ¿qué?”.
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