«Pasó una esponja sin lágrimas por encima del recuerdo de Florentino
Ariza, lo borró por completo, y en el espacio que él ocupaba en su memoria, dejó que floreciera una pradera de amapolas»
García Márquez
Hoy vino. No tuvimos, al terminar el día de ayer, una noche
fácil. Nos dijimos más en lo que no lo hicimos en el viaje de vuelta a casa. «Amigo, déjame en mi casa», me dijo. Y, de paso, entre palabras
cruzadas por la incomunicación del wasap, terminamos no pudiendo dormir en una
almohada plácida.
Hoy vino. Vino cuando le pregunté que cómo estaba, que
viniera a comer algo aquí. Llegó con el abrigo del frío de la tristeza. Sus
ojos no eran los mismos. Nunca lo son. Mi amigo llora con sus ojos grandes,
pero no salen lágrimas. Su llanto ─por lo menos el de hoy─ era uno que estaba
en el aire en un metatexto, en un pretexto, en el texto.
Hablamos casi sin darnos cuenta que pronto se irá. Mi amigo
se irá. No se irá sólo de mi casa, o se irá cuando me haya dejado donde tenía que ir, o
que se vaya a comprar algo a la tienda: se irá porque decidió que los años para
estar alejado del ruido mundanal de la cotidianidad, era justo para él.
Hace algunos meses, cuando solo era una insinuación torpe, yo
me atreví a decirle que es evidente que nadie espera a nadie por años por un
amor de amistad incomprensible. Ni de amores furtivos debajo de un palo a la
sombra de la ciudad. Nadie espera a ninguno porque el tiempo nos juega la carta
de la vida: cambiamos: mis arrugas al reír serán más expresivas, y tendré más
canas en la barba, y tendré ─quién sabe─ unas gafas con más aumento, y ─por
supuesto─ habré vivido más para saber que la gente cambia y que no mentí. Y él
habrá cambiado en la forma en cómo concibe el mundo, y en cómo vivir ahora después del tiempo
cuando no esté, y cambiarán sus ojos grandes llenos de juventud huida, sobre las
fotos del recuerdo.
«Me he pasado todos estos días contigo», me dijo sobre la
moto. Yo le dije que «Qué va, que no tiene tiempo para uno», miento, lo sé. Lo
miro mirándolo en el alma. Lo abrazo despiadadamente y nuestros cuellos encajan
en la perfección de quienes han vivido juntos mucho tiempo. Se ríe de vez en
cuando, pero es una risa torpe. No hay por qué reír, pienso yo. Yo no tengo
mucho de qué reír o celebrar porque los adioses son dolorosos cada vez.
Hoy le hablé de la prenostalgia
y de la incredulidad. Sí, ya sé que he vivido los hasta pronto muy seguidos pero uno nunca se prepara para el que
sigue.
Es mi amigo y siento que una parte de mí se va con él. Es un
viaje voluntario ─que ahora entiendo y apoyo─, pero que no deja otra marca que
mi evidente rechazo a no saber decir adiós: porque no sé decir adiós. No sé cómo
se mira a los ojos mientras las manos se separan; o cuando el abrazo, irremediablemente,
cese; o cuando no haya nadie del otro lado del teléfono para sonreír.
No me imagino el momento final sobre el pasillo que nos
separará. Y que lo separará a él, no solo de mí, sino de su vida vivida por más
tiempo en sus veintitantos años seguidos. Es la hora crucial inesperada. Es la
angustia sobre la lluvia que caerá sobre Barranquilla. Es la respuesta a una
pregunta no realizada. Mi adiós es quedarme en el mismo sitio viendo cómo se borra
su imagen en la distancia, como un espejismo de algo que nunca fue y que me lo
soñé.
Y no sabré decir adiós al pie del evidente adiós.
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Porque al que se le conoce hoy como profeta se le llamaba vidente: