“Es
bueno haber tenido un amigo, aun si vamos a morir”
El
Principito
“Amigo
en inglés moderno friend, proviene
del inglés antiguo freond que a su
vez deriva del verbo freon ‘amar’”
Desgracia,
Coetzee
Me
dijiste que podía escribirte palabras “que fueran masculinas”, yo me reí y te
entendí. Sin embargo, no hay tales palabras que estén circunscritas en el
género. Las palabras son las palabras, y no tengo -para qué decir que sí-
palabras que sean masculinas o femeninas. En esas emotivas palabras de amor no
encuentro el género que predisponga al lector a considerarlas masculinas. He
huido de los prejuicios que se le avisan. Ya no callo frente a las palabras que
son grafemas de una profundidad visceral que no descifro. Mis palabras son las
mismas del menú del restaurante, de la lista de cosas por comprar o de los
títulos de enfermedades del Medioevo, o de las instrucciones para usar la
aspiradora, o la posología del
medicamento de la enfermedad mental. Mis palabras las engrané para que
sean la palabra sincera, más allá, del uso que encuentro en el diccionario, en
la conversación por el móvil y de esas tontas interjecciones en las que incurro
cuando me golpeo el dedo del pie o estornudo con fervor. No hay masculinidad en
este texto; quizás, tampoco, algún arrojo femenino que alguien quiera presumir,
o que quiera imponer o que quiera hacernos creer. El cariño y el amor no
recurren a palabras de machos guerreros o féminas épicas que batallan con
pancartas por igualdad. Ni de orgullos diferenciales en ropa corta. Si busca
dónde encauzar mi propósito, perderá la lectura y, de paso, a quien usted asome
mostrar esta carta. También son así sus palabras; tú has sido cierto en tus
equivocaciones. Verbigracia, cuando atas el cordón del zapato, y me contaste
cómo, al tener la mano equivocada, no aprendiste a atarlos y creaste un sistema
irregular de vueltas y vueltas y muchas más vueltas hasta que están atados los
zapatos; y estas vueltas insistentes te describen con lujo. Unas vueltas como
las de mis códigos para decir lo que quiero decir pero sin la habilidad de la
brevedad. Y en estas, pues, las palabras de otros me salen de sorpresa: fue mi
papá quien dijo aquello: hombre de la mano equivocada. Y, en
esa época, me pareció una suma de palabras extrañas para referirse a alguien:
un zurdo. Sí, hablábamos de zurdos y él dijo: “es el hombre de la mano
equivocada”. Ese día, fue como separar el mundo entre correctos y quienes, por
azar de la Providencia, estaban equivocados. Y fue al conocerte cuando caí en
la cuenta de tus equivocados recursos para sobrevivir: calma, tranquilidad, la
angustia que no se precipita, la brevedad de lo dicho y, por supuesto, de mi
miedo cuando el desorden me visita. Me visita, y tú sabes que, frente a esto,
tampoco hay palabras. Mi miedo no es escribible; así como tu equivocación por
nacer equivocado con mano equivocada. Me he desviado del tema, pero permíteme
una confesión: quisiera que tuvieras la mano correcta, y que, de vez en cuando,
o muchas veces, o siempre, viera humanidad a viva voz, inconformidad sin
límite, gritos de libertad frente a la cárcel a la que te impones sin querer
queriendo; y quisiera, todo el tiempo, que fueras violento con la injusticia
civil que se te ha cargado. Pero no, así no eres: tienes la mano equivocada. Y
esto, precisamente, el fin de estas palabras: decirte que si tuvieras la mano
correcta para escribir, para comer, para tocarte el cabello, dejarías de ser
tú, y allí, sin duda, ya no hubiera existido estas palabras porque no fueras
tú, hubieras sido otro que no conocería, que no miraría por la tranquilidad de
su mano correcta. Por ello, frente a mi violencia, inconformidad, estupidez y
locura de cara a la muerte, mis palabras no son de algún género para decirte
que mi amor por ti estriba en las equivocaciones que nos unen, en las
incertezas respirables, en encontrarme a mí mismo mirando al espejo de tu vida
(en estos últimos días desde tu Caja de Pandora interna brotan cosas
desconocidas para mí, para conocerte y asombrarme), y saber que tú ojeas
escrutándote cuando no hay palabras más que éstas.
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Porque al que se le conoce hoy como profeta se le llamaba vidente: