Los tolerantes toleramos
todo: al feo, al bonito, al grande y al chico. Al gay, al heterosexual, a la
lesbiana, al normal y al diferente. Toleramos la tolerancia, y toleramos querer
tolerar. Pero los tolerantes no toleramos todo: no soportamos la intolerancia
de los otros; ni siquiera, cuando esta intolerancia viene de nosotros mismos.
Nos gritamos, nos odiamos, tratamos de hacer volver el mundo a la tolerancia.
Pero la tolerancia tiene un límite y ahí intoleramos las ideas idiotas y el
irrespeto de los demás.
Intoleramos la razón
resuelta y las verdades absolutas. La brisa de júbilo de los malvados y las
pancartas en procura de la tolerancia de la sociedad. Sin embargo, toleramos.
Nunca nuestra tolerancia es presa de una intolerancia malsana; nuestra desazón
contraria tiene que ver con la intolerancia ajena, nunca la propia.
Toleramos el sol de la
ciudad, la playa poblada y las calles mojadas. Pero nunca la intolerancia en
contra del sol, el descuido del mar y las lluvias insistentes de odio.
Los tolerantes tratamos
de no llegar al límite de la intolerancia. La intolerancia ya es una
intolerancia absurda. Por ello, intoleramos los absurdos de los de ahí que no
llegan al nivel de tolerancia requerido. Toleramos a los judíos, cristianos,
evangélicos, testigos de Jehová, mormones, ateos, y demás; pero, sin mancha de
error, no toleramos cuando ellos nos intoleran.
¡Que Dios nos ampare!
Toleramos las diferencias
raciales, las alturas de cabellos y colores de ojos. Toleramos la música cuando
nos gusta; y, cuando no, apretamos la tolerancia para no intolerar; después de
todo, la gracia es tolerar a los menos afortunados, a los intolerantes y a los
tolerantes de cosas que no hay que tolerar.
Porque sí, los tolerantes
toleramos todo pero no es posible tolerar todo. No hay que tolerar a los
viciosos de intolerancias, los golpes mal dados y malvados en el mundo de
desigualdades sociales, no toleramos la vida triste de los menos afortunados,
ni las injusticias nacidas de intolerancias unilaterales. No toleramos que
podamos tolerar el abandono, la pobreza impuesta y la mofa de la muerte con su
intolerancia frente a la vida.
Que la Vida nos ampare de
tolerar la intolerancia violenta de los otros, y la consecuencia de sus actos. No,
señor. En ese punto, preferimos dejar la tolerancia a un lado y ser
intolerantes con la tolerancia. Porque es mejor, después de todo, de miras a la
tolerancia colectiva del horror, volverse un intolerante y luchar con palabras
con fuerza hacia la tolerancia.
Pero no nos dejemos
llevar de intolerancias que no existen y sigamos tolerando todo: la música y el
agua fría, las nubes negras y el llanto de la niñez, el negro, el blanco, el
francés y el esperanto, todo. No caigamos en el juego de intolerar lo tolerable
o de tolerar lo intolerable.
O al revés.
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