Porque sabía que contra un hombre
invencible
no había más armas que la amistad.
El Otoño del Patriarca
Y cuando te hayas consolado (siempre se
encuentra consuelo)
estarás contento de haberme conocido
El Principito
Me
ha sorprendido que venderá su moto. Ese desapego que no indica abandonar a un
medio de transporte, sino que, señor de allá, es el desapego por lo que, sin
duda, no puede ser ahora. Pero me sorprende más, tontamente, los maltratos
laterales que tiene: esos raspones que le han quitado una hermosura específica
a la moto. Señor de allá, usted me dijo que se cayó y que esa caída le dio esas
heridas. Sospecho que no habla de la moto.
Señor
de allá, que extraño sentir que el amor no ha cambiado. No se agotó –ya me lo
había dicho usted- como se acaba el ron o el cigarro. Tuvo razón. Y tuvo razón
porque cuando le toqué las heridas en el pie, que no se veían, pero sí sentí,
percibí los abatimientos que sólo son visibles por el tacto del cariño.
Usted,
señor de allá, no puede engañarme. Nunca lo haría, acaso prevalece el mismo
material que nos forma: la nostalgia. Esa nostalgia es sus ojos tristes y en su
hermosa sonrisa. Nostalgia. Sí, usted siente nostalgia y yo con usted.
Me
aguanté las ganas terribles de abrazarlo varias veces -ya sabe de mis cariños
excesivos-; sobre todo cuando sus ojos se cristalizaban, cuando hablaba de la
vida. Usted habla de dolores, yo lo entiendo. Usted me mira fijamente y se ríe
con llanto, yo entiendo. Señor de allá, hoy lo sentí más de acá; hoy me di
cuenta de la trampa imposible de dejar de quererlo. Hoy fue fácil comprender
las heridas de las caídas; no de la moto, ni más faltaba. Más bien, de las
caídas repentinas: de su incapacidad para ser visto cuando se levanta tarde.
Del vaso de agua que espera tomar. Del engaño de salir a estar en la esquina, a
ver si se encuentra en el suelo la medallita dorada o la piedra filosofal que
resuelve la pena honda.
Usted,
con el tono en el vacío, me dio los papeles. Y yo, desconfiando en mis
prejuicios, los acepté de buena gana, haciéndole las aclaraciones de lo que
haré. Mis explicaciones son tontas desde acá, y usted actúa, con su
abstracción, como si no lo fueran; siempre desde allá.
Yo,
tan acá, con ganas de estar allá. Y usted, siempre allá, allá con la mira en su
recóndita humanidad.
Señor, le
agradezco la visita, y todas aquellas que prometió. Ya se deshará de la moto, y
junto con ella, de las evidencias de sus caídas. Se borrarán, supongo, con
rapidez cuando vea partir sus recuerdos con ésta.
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Porque al que se le conoce hoy como profeta se le llamaba vidente: