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viernes, agosto 29, 2014

MISIVA DESPUÉS DEL TIEMPO AL SEÑOR DE ALLÁ

Publicado por Yo soy Escribidor |




Porque sabía que contra un hombre invencible
no había más armas que la amistad.
El Otoño del Patriarca



Y cuando te hayas consolado (siempre se encuentra consuelo)
 estarás contento de haberme conocido
El Principito



         Me ha sorprendido que venderá su moto. Ese desapego que no indica abandonar a un medio de transporte, sino que, señor de allá, es el desapego por lo que, sin duda, no puede ser ahora. Pero me sorprende más, tontamente, los maltratos laterales que tiene: esos raspones que le han quitado una hermosura específica a la moto. Señor de allá, usted me dijo que se cayó y que esa caída le dio esas heridas. Sospecho que no habla de la moto. 


         Señor de allá, que extraño sentir que el amor no ha cambiado. No se agotó –ya me lo había dicho usted- como se acaba el ron o el cigarro. Tuvo razón. Y tuvo razón porque cuando le toqué las heridas en el pie, que no se veían, pero sí sentí, percibí los abatimientos que sólo son visibles por el tacto del cariño. 


         Usted, señor de allá, no puede engañarme. Nunca lo haría, acaso prevalece el mismo material que nos forma: la nostalgia. Esa nostalgia es sus ojos tristes y en su hermosa sonrisa. Nostalgia. Sí, usted siente nostalgia y yo con usted. 


         Me aguanté las ganas terribles de abrazarlo varias veces -ya sabe de mis cariños excesivos-; sobre todo cuando sus ojos se cristalizaban, cuando hablaba de la vida. Usted habla de dolores, yo lo entiendo. Usted me mira fijamente y se ríe con llanto, yo entiendo. Señor de allá, hoy lo sentí más de acá; hoy me di cuenta de la trampa imposible de dejar de quererlo. Hoy fue fácil comprender las heridas de las caídas; no de la moto, ni más faltaba. Más bien, de las caídas repentinas: de su incapacidad para ser visto cuando se levanta tarde. Del vaso de agua que espera tomar. Del engaño de salir a estar en la esquina, a ver si se encuentra en el suelo la medallita dorada o la piedra filosofal que resuelve la pena honda. 


         Usted, con el tono en el vacío, me dio los papeles. Y yo, desconfiando en mis prejuicios, los acepté de buena gana, haciéndole las aclaraciones de lo que haré. Mis explicaciones son tontas desde acá, y usted actúa, con su abstracción, como si no lo fueran; siempre desde allá. 


         Yo, tan acá, con ganas de estar allá. Y usted, siempre allá, allá con la mira en su recóndita humanidad. 


Señor, le agradezco la visita, y todas aquellas que prometió. Ya se deshará de la moto, y junto con ella, de las evidencias de sus caídas. Se borrarán, supongo, con rapidez cuando vea partir sus recuerdos con ésta. 

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Si intento descubrirlo aquí es para no olvidarlo
Es triste olvidar a un amigo.
El Principito


Bebida alegre.
Margie se ha ido. Se fue a estudiar a otro país, luego de tantos altibajos en éste. Se fue y volverá dentro de algunos años. No, señores, no se fue sola; se fue con su novio quien, de paso, también estudiará por allá. 

Margie con su cabello rebelde y ensortijado se hizo, a pulso, ingeniera mecánica en la Universidad del Atlántico. Ese pulso se manifestaba en ese negocio, ya prístino, de la venta de empanadas que su mamá, la mona, hacía para rebuscarse día a día. 

Pero vender fritos no es fácil. Es difícil pasar de la pobreza, en 7 de abril –el barrio donde vivía-, a la riqueza sin límites, sólo con un puesto, en la terraza, para vender aguadearroz y fritos para el hambre. Sin embargo, Margie aprendió el arte de hacer fritos: molía el maíz, hacía la masa, los preparaba, empacaba para irse para la U, y allá los vendía a diestra y siniestra, recorriendo la universidad que, siendo realistas, cansa en caminata, de vez en cuando. 
Con ella

Nunca vi en ella una mancha de horror frente a esto. Al contrario, siempre estaba orgullosa de lo que hacía; acaso las penurias económicas lo llevan a uno a cosas que no haría. Quizás no es mi caso ahora; quizás, por ello, mi admiración.
Pero Margie se fue. Y antes de irse, recordé aquella vez, ya borrosa en mi mente, en que quería estar con la gente que yo lideraba. Recuerdo una mujer lejana, que ya no ésta ingeniera construida a la fuerza del esfuerzo. Recuerdo, sin duda, sus discursos teológicos llenos de una simpleza y profundidad lingüística que me hacía emocionar más de lo que hubiera querido. Recuerdo esa ira desconocida, allá en ese centro comercial, que nunca le vi antes, que era altisonante, y retadora. Esa ira que, por primera vez, me hizo tenerle miedo, pero callé. 

También recuerdo los bailes de todos los ritmos en las fiestas que inventábamos; o aquellos cantos tradicionales de la negritud que ella cantaba con la fuerza de una negra en penuria, y que celebrábamos cantando todos al unísono: ¡La Candela Viva!

Recuerdo su cabello. Recuerdo sus hermosos ojos y su exquisita sonrisa blanca. Recuerdo su motivación por seguir en el gimnasio. Por su huida por ser maestra, su uña indómita, sus bollos en los paseos y su atlética figura que hacía, que todos los hombres del grupo, nos viéramos femeninos. 

Pero también recuerdo aquella vez que le dije, luego de graduarse, que nunca más vendería fritos, no porque hubiera sido indigno, sino porque ya había cumplido su hora. Y ya era un buen tiempo para avanzar. 

Y la recuerdo con lágrimas. Con sueños cumplidos, que nunca soñó. Con una mamá que la ama. Con historias macodianamente inverosímiles. Con abrazos furtivos bajo la sombra esperando un bus. Con la insistencia a hacer arroz de menudencia o no exponerse al sol antes de 4.

Esta es su historia. Y es triste también porque recuerdo su partida. La veo irse, llena de sueños, y veo mi tristeza de soslayo porque es más fuerte el orgullo que siento, y la alegría que me inunda, que la agonía por la distancia. Y recuerdo sus empanadas –que ya no como- y sé que valió la pena. 

A Margie, con amor eterno