“Se fue la huella que dejabas con tu dedo,
se fueron los altares y los credos,
las reglas que inventabas con tu amor. “
Leonel García
Usted, señor
de allá, me ha preguntado que por qué
le pego si usted no ha hecho nada. Y yo me espanto en medio de las mentiras y
verdades de su cruel interrogante. Porque no le pego más que con mis miradas
hacia el lado contrario de usted mismo; le pego, no con el puño de la traición,
sino con la bofetada de la ausencia. ¿No ha hecho nada? Eso también me gustaría
refutarlo, porque lo ha hecho todo, o en parte, o casi nada; ese es el
problema.
Me ha dicho
que su amor no depende de sus ausencias y presencias. Supongo que tiene razón,
pero el olvido sí tiene que ver con las ausencias, y ahí sí nos confundimos en
aliteraciones de estar, no estoy, no estaré y estaré. Y el soporte inclemente a
veces es mucho para mí, tan acostumbrado a acostumbrarme.
A usted, señor
de allá, he pensado en regalar un
cubo de Rubik. La última vez que vino, intentó armarlo durante toda la
instancia que estuvo. No pudo. Yo tuve que hacerlo luego que usted, señor de allá, se fue. Es que vino a armar un
cubo que era mío y no pudo, no lo pudo armar, se armó el quilombo –dirían en la
Argentina de allá-, o se armó el
bololó –digo yo acá-. He pensado regalárselo, pero no le he decidido. Quizás si
se lo doy, aprenderá a armar mecánicamente caos, aunque, sin duda, no nos sirva
de metáfora en la vida.
La gota sí
cayó, pero cayó cuando ya no había retorno, señor, usted de allá, porque usted es siempre del más allá, y yo siempre un poco más acá. Y de
su lado, la alegría es evidente, el alcohol vale la pena como tributo a la
amnesia, y el cigarrillo se acaba para empezar otro. Sí, el amor no se acaba
como el ron o el cigarro, pero, los de acá, tenemos dudas.
No podría
volver a quererlo. Esto sería un pleonasmo absurdo: usted, señor de allá, sabe que ya lo quiero, y lo quiero
mucho. Y que se le quiso mucho, pero nos hacemos los idiotas comiendo raspao y
dejándonos que la leche condensada endulce el momento. Cuando tengo la
sensación de que es fácil extrañarlo –ya nos conocerá- compramos más dulce que
alivien el amargo recuerdo de sus ojos tristes.
Sí, he dicho
ojos tristes. Esos ojos tristes que vi ese día. La tristeza se le nota –no es
por nosotros, eso creo-. Está triste porque vive una vida normal, sin el
sobresalto catártico de los días, porque no se ha enamorado pero actúa como
tal, porque quiere comprar el pan de doscientos y solo le alcanza para el de
cien. Está triste, eso lo sé bien, porque aprendí a descifrarlo. Y quizás sí
está triste por nosotros, después de todo: ya no tiene las conversaciones que
lo desestabilizaban en su existencia tan igual a la nuestra, pero tan antónima
cuando se le ve por allá.
¿Qué si lo
quiero? Sí, lo espero siempre, como no, pero me las aguanto, como los hombres
de verdad, como los que no damos abrazos y besos, tan en contraste con su
abrazo en la puerta y el beso en el cachete que uno no espera. Lo quiero sí,
pero usted escogió por nosotros. Usted se fue y ni siquiera la foto nos sirvió
para reemplazarlo, porque ahí no pudimos encontrarlo tantas veces que le
imprimimos su cara, para ponerlo en las fotos junto a nosotros, para que los
demás no se dieran cuenta que se había ido, y que sólo nos quedó un papel
impreso lleno de nada.
Su amor no
depende de ausencias y presencias, es cierto. Pero el olvido sí. En cualquier momento no dude en escribirme
con sus palabras dulces; pero tenga cuidado que usted, señor de allá, y yo sabemos el poder de éstas.
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2 ¡Ajá, dime qué ves!:
Leído.
Por ahí, por donde dice la parte del pan de 200, hay una "solo" que debería ser "sólo".
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Porque al que se le conoce hoy como profeta se le llamaba vidente: