Hay un pensamiento que ronda con insistencia en mi cabeza: olvidar todo lo que viví. Me explico: estuve en una iglesia cristiana local por cerca de 20 años. Desde mi adolescencia ─ya muy lejana─ no tuve muchos espacios fuera de ese entorno. Trato de pensar en que no todo fue malo y quizás no lo fue: me dio amigos que han sido importantes en mi vida, me dio espacios en que pude direccionarme como alguien con capacidades para enseñar, liderar, tener ideas. Trato de pensar en que no todo fue malo. Sin embargo, luego de tantos años, y casi cerca de mi aniversario número 41, hay eventos, lugares, momentos que quisiera no haber vivido y personas que hubiera preferido no haber conocido.
Insisto en decir que aunque no todo ─quizás la mayoría de asuntos─ fue malo, incluso hay situaciones buenas que quisiera olvidar y no haberlas vivido. A veces hubiera querido otra realidad en mis 20 que ya se fueron.
No puedo escribir esto sin sentir un miedo atroz que me traspasa. Es una sensación rara. Como un vacío en el pecho o como si quisiera gritar en medio de una parálisis del sueño: es una angustia similar a la de los desesperados de cosas desconocidas. No obstante, pienso que después de varios años en terapia y darme cuenta del daño ocasionado ─daño que ignoraba hasta hace poco─, tengo que hacer un camino hacia atrás, una metanoia ─en los mejores términos teológicos─, para acallar aun las pesadillas de los pensamientos.
Yo, que temo al olvido, he ido pensando en eso: ¿qué hubiera pasado si...?
Quiero decir que afirmar esta diatriba no es renegar de una espiritualidad como experiencia humana, personal y colectiva. Al contrario, mis palabras buscan, precisamente, un acercamiento espiritual íntimo que me reconcilie conmigo mismo y que me ayude a vivir cada palabra que fui viviendo mientras me alejaba de ese sistema. Que cada frase que leía a las teólogas argentinas, a Barth, a mis amigos de compañía diaspórica, puedan hallarse también en algún dios que nos sane la realidad; quizás un dios al que ahora veo con una resignación engreída por su no intervención en mi mundo o, por lo menos, no como yo siempre lo concebí y que, al parecer, sí interviene según los anhelos de otros ─desconozco hoy cómo funciona el asunto─. Lo respeto.
Entonces, también quisiera tener esa máquina cuántica para ir a ese lugar exacto y decirme que esto podría costar más años de lo que creí y que no habrá plan B en la vida y que no es necesario haber peleado tanto contra un sistema que me empujó al olvido, sin que nos hubieran pedido perdón en nuestra calidad de víctimas ─y de una persecución que tiene nombres y apellidos─, y que nosotros no hayamos pedido perdón siendo victimarios de otros.
Hay días en los que sueño que ando en esa iglesia local. Un día soñé con ese arroyo desbordado que se hacía en la esquina. Otros días, sueño que estoy dentro, que canto alabanzas. Hay días en que no recuerdo muchos rostros, pero veo el espacio lleno de gente. En todos los casos, me levanto con ese temor ─¿y rabia?─ del que quiere gritar en una parálisis del sueño y no puede.