.

.
.
jueves, noviembre 25, 2021

La diáspora

 

Hay un pensamiento que ronda con insistencia en mi cabeza: olvidar todo lo que viví. Me explico: estuve en una iglesia cristiana local por cerca de 20 años. Desde mi adolescencia ─ya muy lejana─ no tuve muchos espacios fuera de ese entorno. Trato de pensar en que no todo fue malo y quizás no lo fue: me dio amigos que han sido importantes en mi vida, me dio espacios en que pude direccionarme como alguien con capacidades para enseñar, liderar, tener ideas. Trato de pensar en que no todo fue malo. Sin embargo, luego de tantos años, y casi cerca de mi aniversario número 41, hay eventos, lugares, momentos que quisiera no haber vivido y personas que hubiera preferido no haber conocido.

Insisto en decir que aunque no todo ─quizás la mayoría de asuntos─ fue malo, incluso hay situaciones buenas que quisiera olvidar y no haberlas vivido. A veces hubiera querido otra realidad en mis 20 que ya se fueron. 

No puedo escribir esto sin sentir un miedo atroz que me traspasa. Es una sensación rara. Como un vacío en el pecho o como si quisiera gritar en medio de una parálisis del sueño: es una angustia similar a la de los desesperados de cosas desconocidas. No obstante, pienso que después de varios años en terapia y darme cuenta del daño ocasionado ─daño que ignoraba hasta hace poco─, tengo que hacer un camino hacia atrás, una metanoia ─en los mejores términos teológicos─, para acallar aun las pesadillas de los pensamientos. 

Yo, que temo al olvido, he ido pensando en eso: ¿qué hubiera pasado si...? 

Quiero decir que afirmar esta diatriba no es renegar de una espiritualidad como experiencia humana, personal y colectiva. Al contrario, mis palabras buscan, precisamente, un acercamiento espiritual íntimo que me reconcilie conmigo mismo y que me ayude a vivir cada palabra que fui viviendo mientras me alejaba de ese sistema. Que cada frase que leía a las teólogas argentinas, a Barth, a mis amigos de compañía diaspórica, puedan hallarse también en algún dios que nos sane la realidad; quizás un dios al que ahora veo con una resignación engreída por su no intervención en mi mundo o, por lo menos, no como yo siempre lo concebí y que, al parecer, sí interviene según los anhelos de otros ─desconozco hoy cómo funciona el asunto─. Lo respeto. 

Entonces, también quisiera tener esa máquina cuántica para ir a ese lugar exacto y decirme que esto podría costar más años de lo que creí  y que no habrá plan B en la vida y que no es necesario haber peleado tanto contra un sistema que me empujó al olvido, sin que nos hubieran pedido perdón en nuestra calidad de víctimas ─y de una persecución que tiene nombres y apellidos─, y que nosotros no hayamos pedido perdón siendo victimarios de otros. 

Hay días en los que sueño que ando en esa iglesia local. Un día soñé con ese arroyo desbordado que se hacía en la esquina. Otros días, sueño que estoy dentro, que canto alabanzas. Hay días en que no recuerdo muchos rostros, pero veo el espacio lleno de gente. En todos los casos, me levanto con ese temor ─¿y rabia?─ del que quiere gritar en una parálisis del sueño y no puede.

lunes, noviembre 22, 2021

;

Publicado por Yo soy Escribidor |

Lo obvio: el punto y coma es una intersección entre el punto y la coma. Allí está con su forma de que no es ni lo uno, ni lo otro. A mí siempre me pareció que era un dos puntos, pero también una coma atrevida que se enganchó a último momento. 

Hablaba con G porque hizo un escrito en el que vi que usó, de manera correcta, el punto y coma, aunque fue tímido: eran unas frases arandelas, bellas, pero sutiles que se debatían entre esa separación de lo anterior y esa columna extraña que proponía el punto y coma. Una timidez desapercibida. Como un toque de azúcar al final de un postre.

El uso de este signo parece ser otro más en los esquemas de los usos de cualquier signo. Sin embargo, no es así: aprender a poner el punto y coma en una oración termina siendo un asunto instintivo: esa mitad desconocida entre un punto y una coma. 

El punto y coma no es el final del discurso, pero tampoco es un inicio. Ni siquiera es una pausa, no encierra un vocativo; es, me parece, como una mano que se posa sobre el pecho que te detiene abruptamente y te obliga a tomar una bocanada de aire profundo, con los ojos bien abiertos ─como el que siente morir─, para terminar con cualquiercosa que da una fuerza extraña a la diatriba previa. 

El punto y coma no son dos puntos que son una apertura; por el contrario, es un cierre a medias, pero es un asome por un hueco de una puerta: es poner el ojo allí y mirar de reojo qué ocurrió, casi sin involucrarse. 

G me decía que temía usarlo y que saliera mal. Lo entiendo. Me parece que el punto y coma es una anomalía que responde a nuestras anomalías. Es una extrañeza que bien puesta resulta en un asombro teológico, pero que si se anuda en lo que sea, no es más que una torpeza vergonzosa como quien falla en un concurso de sumas y restas.

En 2013 se creó un proyecto que popularizó los tatuajes de punto y coma. La idea era ser un símbolo que unía a varios en medio del camino de la depresión y ansiedad. Su marca repetía con insistencia que la vida no se acaba y que hay esperanza cuando se cree que hay un punto final en la vida. No es así. 

Punto y coma
Yo me tatué un punto y coma en mi brazo. Allí está. Es una intersección entre el punto y la coma. No es el final ni el inicio del discurso. No es una pausa, ni la enunciación de un vocativo.


Es esa mano en el pecho. Es el dedo que señala al cielo. Es el temor de ponerlo mal en un escrito. Es la prueba y el error. Es la bocanada de aire para sepultar siniestramente las frases previas. Puede ser la vida. Podría ser otra cosa.

lunes, octubre 11, 2021

Rodilla y salud mental

Publicado por Yo soy Escribidor |


Me he encontrado con que a la altura de esta pandemia me duele la rodilla. Fui al médico que me remitió a una ecografía. Sentenció: inflamación de ligamentos. Ya, ahí hay otra. Es un dolor tenue, que va y viene, que me preocupa a veces. 

Pero la uróloga también dijo que empezaría un nuevo tratamiento para detener los cálculos renales que se me forman como racimos. Tres meses, nada grave, pienso. 

Y la dermatóloga me quitó un par de verrugas extrañas que me salieron; y quedó en revisar unas manchas que me pintan la piel. La edad, pienso yo. 

El fin de semana tuve fiebre como no me había dado desde hace 15 años. Al parecer, fue doble el caos: me intoxiqué y me insolé con la vitalidad del cielo de Puerto Colombia. No estoy para esos trotes. 

Paradójicamente, frente a todo esto, nunca he sido un hombre con grandes enfermedades sostenidas en el tiempo. Quizás por allá en 2008, pero fue todo lo que tuve como para diez años; ya pasó. 

Hoy hablaba con K y le decía que quizás me invento las enfermedades estas. Puede ser. Y más que inventar, he pensado, hay un cansancio mental que no asimilo y que me hace creer y sentir una pesadez en la rodilla. Mi mente me juega una mala pasada muchas veces. 

Recientemente tuve una crisis de pánico que reprimí por días y que me costó una intranquilidad cuando caía la noche. Tuve miedo de cosas sencillas de la vida, como ir a la tienda a comprar un pan o de bañarme después de una hora. Ahora respiro profundo. Cierro los ojos y tomo una bocanada de aire y me concentro en ese momento. Ayuda un poco. 

Cada día es uno para lograr algo que a veces no sé qué es. No sé cuál es el plan B de la vida y menos si hago parte de la posteridad. Me duele ─y me avergüenza─ llegar a pensar que me toca vivir cada mañana sin tener, a esta altura de la existencia, no más de una semana planeada. 

En días como hoy en los que recuerdo la salud de mi cabeza, siento la rodilla molestándome un poco, pero sigo caminando con ese pulso que parece que me detendrá, pero no lo hace: cada noche, cuando ya está muriendo el día, respiro profundo y no sé en qué momento me he quedado dormido. 

 

jueves, julio 15, 2021

Desánimo

Publicado por Yo soy Escribidor |

En estos días he pensado en el desánimo. No solo el mío, sino de uno virulento que se palpa. Quizás, pienso yo, que la pandemia ha incrementado las crisis propias y ajenas. Me he puesto a pensar porque veo a mis allegados ─y a otros tantos que no lo son─ en un debacle emocional. Hay un desánimo generalizado que me duele y que ha sido una inundación de pensamientos de desastres y el aviso de tsunamis posteriores. 

He pensado en el desánimo ─en la depresión, en la tristeza, en las ideas de no levantarse nunca de la cama, de no bañarse, de no peinarse, de no encontrar sosiego ni siquiera en comer chocolates o en el sexo, en la idea de buscar qué hacer para no pensar, o en el cansancio que produce trabajar o estar sin empleo─ y cada quien apunta a su mal: «Mi dolor aumenta más que el tuyo», pero no es cierto: la empatía nos exige algo que ya quizás no podemos: todos sufrimos y nadie se ocupa de nuestros fracasos, de nuestro helados que se caen al piso, de las nubes negras que hacen llover más adentro del cuarto que afuera. Todos lloramos sobre los bancos de los parques, sin consuelos, esperando que alguien ─nadie─ venga a rescatarnos; parece que no hay salida. 

Quizás es la pandemia, el encierro, la presencia de la muerte o lo que sea que no entiendo lo que nos ha hecho torpes sobre este desconocimiento: «Hey, estoy sufriendo, préstame atención», y yo respondo, dentro de mí y con una empatía destruida: «Yo también sufro y también se me acaba la vida con cada respiro».

Este desánimo pasivo es un virus del que creíamos podernos liberar, pero no es así. Justo ahora recuerdo las palabras de E. G.:

«Como Jesús, gritamos abandonados de Dios. Él, desnudo, humano total, atado a la cruz; nosotros, experimentando sin atenuantes el dolor de ser la humanidad. Estamos clavados a todos los maderos. Gritamos frente a la muerte y nadie nos escucha y nadie nos dirá "¡Lázaros, vengan fuera!"».

Qué miedo que nadie venga a rescatarnos.



domingo, mayo 23, 2021

Libros encima

Publicado por Yo soy Escribidor |


Hace días vi en unas historias de una escritora su biblioteca. No era su intención. Pedía hacer preguntas sobre temas diversos, pero mis ojos se enfocaron en la foto de su biblioteca, en el fondo, llena de absurdos e ilimitados libros. Noté algo particular que nunca se me había ocurrido: los libros tenían un orden de acuerdo con los colores de las portadas: negro, blanco, amarillos, azules y así. En su biblioteca estaban ordenados por gama de los mismos colores.  

Anoche soñé con insistencia que arreglaba mis libros por los colores de sus portadas. Parecía una buena idea, pero la continua repetición de la escena en mis sueños hizo sentirme en una pesadilla. 

Hoy, en medio de un desánimo infernal, no me he podido sacar de la cabeza la idea de arreglar los libros por colores. Es algo involuntario e incontrolable. He hecho conexiones en mi mente acerca de qué colores agrupar y cuáles no. Me apasionaría poder hacerlo, pero la insistencia todo el día solo ha ampliado una angustia que traje desde las pesadillas. 

Quisiera bajar los libros y poder ordenar los libros por colores, sin importar el tamaño, pero de solo pensarlo me produce un fracaso frente a un vicio que me resulta una catástrofe psicológica. Miro para otro lado. En lugar de eso, decidí escribir a ver si también puedo ordenar algunas ideas en formas que no sean colores o repeticiones mentales. 

Estoy agotado incluso para ordenar libros mentales. 

sábado, febrero 13, 2021

LA VIDA ES UN CARNAVAL O ALGO ASÍ

Publicado por Yo soy Escribidor |

Para la Puntica
 La foto de este escrito fue en 2018. Fue en un sábado de carnaval. Ese día fuimos a La Puntica, un sitio que se parece a un bacanal griego donde uno le da rienda suelta al baile y a la alegría. Ese año era la primera vez que íbamos y fue, sin duda, una experiencia que excedió mis expectativas. Fue, para mí, un mundo carnavalizado que se alejaba un poco de otra forma de hacer carnaval. Había tanto color y brillo y tanto que ver que me hicieron falta dos ojos más para procesar el gentío que se agolpaba en una calle por Barrio Abajo. 

Sin embargo, me sentía profundamente deprimido. Ya había visitado varias veces a la psiquiatra y ya estaba en un proceso de pastillas que me insistía, desde mis adentros, que la cosa iba a mejorar. Me sentía en el sinsentido de la vida, aunque, tal como me dijo la psiquiatra, tenía el pelo pintado de mono y estaba en un buen momento físico. 

Entendí que una cosa no tiene que ver con la otra. Ese día ─como todos los que siguieron─ salí de baile con mis amigos. Una cosa no tiene que ver con la otra: el Carnaval era la excusa frente al dolor indescifrable de vivir, o, por lo menos, eso pensé yo. García Márquez ya había dicho alguna vez que la gente del Caribe somos las personas más tristes del mundo. Quizás. Y tal vez por eso, pienso yo, la profunda agonía que sentía no me diluyó las ganas de bailar. Y a pesar de que cada día transitaba con calma, con pasos lentos y con ojos de agua salada, me propuse andar un día cada día por todos los días. 

En Barranquilla todos hemos sido permeados por el Carnaval, incluso aquellos que dicen que nos les gusta, o  como otros que, como en mis épocas de iglesia, prefieren irse lejos. El ethos nos dice que el barranquillero, por definición, es libre. Siente que no le pertenece a nadie. Es un asunto que hablarían mejor sociólogos que apelen a que nadie nos libertó o que nadie nos fundó: somos, por definición, hijos del río y del mar: indómitos, alegres, turbulentos, epigenéticamente carnavalizados. Y es por eso, también, que nos diferenciamos de otras zonas del país: nuestras realidades están atravesadas por lo que significa ser hijos, además, del Carnaval: dueños de nadie, dueños de todo. 

Pero en este año, donde ya no me alcanzó la depresión con tanta fuerza ─porque vinieron mejores cosas─, la tristeza de una negación despiadada invade la ciudad. Recién ayer, que fui al Malecón, con su brisa fría y su violenta realidad, un aire de desconsuelo invade el lugar: vi al man que patinaba con un disfraz de marimonda, vi a una muchacha sobre su cicla que estaba enmaizenada, vi a las mujeres con tapabocas de negrita puloy, vi a los manes con sus hijos con camisas de Quien lo vive es quien lo goza. Pero, nada, estamos aquí, encerrados en la nada ─incluso para esos que se iban lejos en estas fechas, tristes en sus casas, hijos de la Libertad aunque no lo quieran─, frente al televisor viendo Netflix, o pidiendo algo a domicilio, o en una fiesta escondida en un patio, o resistiéndose a la idea de que el lunes debe continuar la vida, que no muere Joselito este año porque este año no revivió para morirse el martes, y que no hay nada que perdonarse tanto para ponerse la cruz de ceniza el miércoles. Nada. 

Es que también por estas fechas, la ciudad se burla de la Muerte y siempre gana la Vida cuando suena el chandé «Te olvidé». ¡Ah! Este año no fue. Como decía el Joe, que se oye a lo lejos mientras escribo, y que hoy es mi súplica frente al caos: «Techo, cae, techo»