De esta forma me hice administrador de empresas. Fui buen
alumno, me gradué por promedio y creo haber abandonado mi deseo infantil de ser
actor. Descubrí luego, en un fracaso rotundo en lo laboral, que acercarme a
todo lo que pintara a un trabajo oficinesco me producía ansiedad y estrés. Esa
etapa de mi vida ─que no ahondaré ahora─ fue de mis grandes desilusiones
humanas porque perdí el sentido del ser,
acaso ya no era yo.
No era yo o, quizás, me desconocía en oficios de este tipo.
Ya no tenía ─ ¡como si lo tuviera hoy!─ un poder para hacer algo que me
dignificara frente a los demás. Había fracasado y eso era lo que se me leía en
la vida.
Amarre de zapato |
En mis citas sicológicas en todo este asunto, la terapeuta
me recomendó buscar qué hacer a nivel profesional y académico porque, según
ella, no encajé bien como administrador de empresas, y mi reciente crisis de
pánico lo confirmaba tajantemente. En alguna ocasión pensé en ser profesor de
español ─sin saber de pedagogía o que me gustara─, era un asunto, más que nada,
por mi pasión por leer literatura y de mi pasado escolar en un concurso de
ortografía; fuera de eso, no pensaba en ser un profesor.
Aun así, frente a los temores que eso suponía, yo decidí ir
a la Normal Superior a averiguar cómo era el asunto de los ciclos
complementarios y si había algún énfasis en Español y Literatura. Ese día
cuando fui, había un mundo de gente que pedía información de todo tipo y de
ambigüedades que no pretendía conocer. Allí no tuve lo que quise y, de paso,
porque noté que no era mi ambiente según me sentía emocionalmente. Al salir de
ahí, a cualquier riesgo, me dije que estudiaría Licenciatura en Humanidades y
Lengua Castellana ─luego le cambiaron el nombre que es el título que tengo:
Español y Literatura─. Era, para mí, lo más parecido a estudiar algo con
literatura que me podía costear en una universidad pública y que me acercara a
escribir y a escribirme. Así me inscribí en la universidad pública de la
ciudad.
Hice el examen sin pretensiones. A ese punto de la vida, de
cualquier forma, el acto contestatario de
pretender estudiar otra cosa, ya era ganancia en mi proceso de crisis de
pánico. Siendo realistas, nunca pensé que podría ingresar; hice el examen más
porque era lo que debía ─en una oposición a lo que sentía─ que porque me
apasionara estudiar alrededor de cinco años más en temas pedagógicos. Y quedé.
No tenía amigos que me acompañaran en el primer día de clases.
Era una soledad impuesta. Una soledad resignada. Una soledad que me anunciaba derrotas
pasadas. No sería administrador ─más que en mi título─, ni comunicador social
─sin título─. Era mi soledad sin nombre. Una soledad que me llevaba a una
esfera desconocida: un túnel oscuro e incierto.
Pero mi soledad estuvo acompañada al paso de los meses.
Recuerdo esas primeras clases de Teorías Literarias que daba Edmundo Ramos. Él,
un profesor desquiciado, con un pelo rebelde ─como sus respuestas─ que se
halaba con sus dos manos cuando la emoción de su explicación llegaba a un
clímax inesperado. Eran clases magistralmente fantásticas que me impresionaban
en cosas que no sabía de la literatura.
También me marcó una clase de Desarrollo Humano, en primer
semestre, la profesora se llamaba Emiluz. Era un docente que parecía que lo
supiera todo de todo. A ella me le acerqué a culminar una clase, a esbozarle mi
vida, y ella, mirándome con una sonrisa ─que ahora descifro como premonitoria
de un caos─, me dijo: «Aquí no te mueres de una vez, sino poco a poco; pero,
por lo menos, serás más feliz»…
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Porque al que se le conoce hoy como profeta se le llamaba vidente: