Cuando mi amigo me dijo que
necesitaba cambios en su vida, me alegré sinceramente. Sonaba como quien sabe
que tiene una esperanza para continuar cuando ya se ha golpeado muchas veces con la
misma piedra. Me alegré sinceramente hasta que la alegría se fue, y se convirtió
en algo que no definí, que no podría saber cómo se llama o qué. ¿Nostalgia?
¿Tristeza? ¿Melancolía? No sé cuántos sustantivos abstractos se necesitan para denotar
algo que palpo más allá de mis pensamientos.
Y me fui lejos. Cambios. He
hablado tanto de ellos que ya parece invariable el tema. Y me fui al momento de
mis cambios recientes ─porque en la vida, después de todo, uno es la suma de
muchos ires y venires─. Fue en ese noviembre de 2013 cuando después de acumular
dolores y terquedades, dije adiós. No fue una despedida fácil. Fue una decisión
consciente sobre el borde de una silla, esperando si iba a ver días después de
ese instante. Si se iba a detener el tiempo y que todo se fuera al fin. ¿Qué
había luego? No lo sé; sin embargo, mi adiós era necesario después de no
encontrarme yo mismo en mi propia libertad, en mi vida y demás. Ese día,
mientras transitaba por la ciudad, supe que había llegado, así de golpe, los
cambios. «Necesito una nueva vida. Cambios en ella». Me dije esa vez. Tratando
de huir a la muerte, me embarqué en buscar vida dentro de mí.
Y allí, en ese noviembre del
recuerdo, me hice un primer tatuaje ─el que olvido con facilidad─ en mi espalda
inhóspita. Un tatuaje que era como especie de puente entre ese otro allá que
dejaba, y este otro que quería vivir, reencontrarse, amarse, tal vez.
Foto ya usada |
El cambio interno estaba fuera
de mi alcance; y creí que haciendo lo exterior podría catapultar ese ser
inmaterial. Fui al gimnasio ─hasta el punto que algunos me reclamaban─ casi
todos los días, cambié cómo comía, comencé a tener dos aretes que nunca pude
─ni hubiera podido─ tener en mi juventud veinteañera. También me quería ver
distinto: compré ropa distinta con la que me gustaba verme al espejo ─ver que
era más allá de lo que fui─, aprender a sonreír distinto en las fotos:
atreverme con un par en alguna red social.
Cambios.
Cambios que fueron importantes
y que no fueron fáciles porque suponían, de vez en cuando, una especie de
muerte a alguien. Ahí, vinieron los demás: algunos no me entendían de qué
hablaba, no comulgaban con lo que pensaba; me volví un ser más solitario ─un
solitario que se camuflaba entre la gente mientras bailábamos o salíamos a
comer (quizás hoy todavía)─.
Y amé más a mis amigos. Y,
quizás, abandoné ─y me abandonaron─ a otros.
Mi amigo, el del principio, lo
dijo con la certeza de quien habla y no entiende sus alcances. Y yo, con el
temor de la vida, me alegré justo antes de enfrentarme al temor de lo que
significa: mi adiós y su adiós disfrazado de esperanza.
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2 ¡Ajá, dime qué ves!:
Cuando sucede esto, especificamente este cambio, es el único momento de la vida que puedo considerar una evolución. Se pasa a otro estadio, mejor sin duda, pero mucho, muchísimo más difícil, más denso, más concienzudo y a veces más miserable, se pasa a ser uno mismo.
Me abandonaste a mí, por ejemplo. A mí que no hice más que creer en ti aun cuando te volviste al mundo y te convertiste en coleto.
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Porque al que se le conoce hoy como profeta se le llamaba vidente: