También me marcó una clase de
Desarrollo Humano, en primer semestre, la profesora se llamaba Emiluz. Era un
docente que parecía que lo supiera todo de todo. A ella me le acerqué a
culminar una clase, a esbozarle mi vida, y ella, mirándome con una sonrisa ─que ahora descifro como premonitoria de un caos─, me dijo: «Aquí no te mueres de una vez, sino poco a poco; pero,
por lo menos, serás
más
feliz».
Y ahí fui, poco a poco, caminando en
la incertidumbre. Descubrí prontamente un amor hacia la lingüística que me era
desconocido hasta ese momento. Ir a la universidad era, con el tiempo, una
catarsis viva de cómo me sentía. No tenía, de hecho, mucho dinero para ir. Era
un gasto que no estaba nunca en mi presupuesto; sin embargo, por una especie de
Providencia no falté ni un solo día en el que me era obligatorio ir.
Mis trabajos se dividieron en dos
instantes, principalmente. En primer lugar, conseguí un trabajo en un colegio
al sur de la ciudad. Las condiciones para trabajar eran difíciles: en cuanto al
pago, $2.500 la hora; todos los cursos desde sexto a once; larga jornada; a
esto hay que agregar que el contexto socioeconómico hacía que los estudiantes
no tuvieran más aspiraciones en la vida que ir y devolverse a su casa. Ahí
trabajé un par de meses. Para mí, por
más que pude y quise, mi vida emocional no me permitía rendir al cien y,
adicional a eso, en el pago, al mes no llegaba ni a los trescientos mil pesos,
lo que es una barbaridad para vivir. Sin contar, por ejemplo, que el colegio
tenía estudiantes que nunca pagaban ─muchos─, y esto hacía que
no hubiera dinero para pagarnos: nos daban adelantos o nos decían que «cogiéramos una moto y que allá se las pagamos». Aquí enseñé, sin la pericia
respectiva, religión, ética y artística. Intenté ─digamos, por el lado de la
artística─ enseñar origami, Tamgram, historia del arte
─defectuosamente, por supuesto, porque fue más un arriesgo que otra cosa─.
En este trabajo tuve que renunciar para
poder presionar a que me pagaran dinero que me debían. En ese primer período en
el que trabajé, los estudiantes no fueron muy aplicados, y la mayoría perdió
conmigo. Con las semanas, antes de renunciar, supe de varias pandillas que eran
integradas por alumnos del plantel: los Transformers y los Filipichines. En
esos términos, por supuesto, no me iba a someter a un daño en mi integridad;
pasé a todos los estudiantes.
Maua en blanco y negro |
Por otro lado, fui monitor
administrativo del Museo de Antropología de la Universidad del Atlántico. Ahí
estuve dos años con un sueldo modesto, pero con una experiencia formidable.
Aprendí de las comunidades indígenas, de cultura, de historia Caribe. Allí
hacía guías a colegios. A veces, eran tantas las personas que nos abrumábamos
dando las guías e inventando actividades para completar o quemar tiempo. Aquí
conocí grandes amigos y lo disfruté. Nota mental: la directora del Museo era (o
es) una eminencia en lingüística, pero eso no la hacía buena jefe: la gente le
tenía temor y pánico. Cuando ella estaba en el Museo, todos actuaban de manera
sospechosa, como si temieran ser descubiertos en algo que ellos no sabían qué
era. Había un silencio sepulcral y era imperativo el encierro oficinesco de
algunos de ellos. Los guías no le teníamos miedo, o eso siempre pensamos. Una
vez, salí a la puerta y me compré un raspao. Y me senté a comérmelo con gusto.
Ella llegó justo en ese momento. Al verme, con sus ojos profundos me miró, pero
su asombro no le dio sino para decir «buenas», moviendo la mano en señal de
saludo. Yo, sin el menor remordimiento, le respondí, raspao en mano, moviendo
la mano de manera recíproca: «Buenas, ¿cómo le va, profe?».
Ya a esta altura del partido, había
olvidado querer ser actor, comunicador social o algo similar. Sin embargo, tuve
momentos de protagonismo en el Museo. Una vez, llegó Telecaribe, y yo era el
único de los guías que estaba. Necesitaban mostrar ciertas actividades con
niños ─grababan un programa infantil que se transmitía los domingos en la mañana─ y explicar la experiencia de la
actividad, mientras hacían un par de tomas. Ahí hice mi mejor esfuerzo. Tenía
temor de no salir bien en cámara, o que dijera alguna estupidez. Luego, al
verme en televisión, vi que no lo hice tan mal y que tenía un cierto talento. De
hecho, pensé que la voz se me escuchó chévere; eso fue lo que más pensé en
aquel momento.
Quizás mis motivaciones de vida
cambiaron y necesitaba enfocarme en la docencia. En ese nuevo camino largo que
no decidí, pero que decidí al tiempo, y donde buscaba una especie de puesto en
los días, que no me contara como uno más en la historia humana. La docencia ya
me mostraba sus dos caras: la satisfacción de decir verdades a los otros, y la frustración de no ser comprendido
(continuará…).
Primera parte: Preámbulo